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La semilla del mal

 

MaruxaALGUNOS DÍAS salgo a pasear por el barrio sin demasiado entusiasmo, simplemente por el placer de aburrirme fuera de casa, aunque siempre regreso con la horrible sensación de haberme traicionado a mí mismo. Caminar es una actividad muy recomendada por nueve de cada diez médicos y algunos de los mejores anuncios de televisión –está comprobado–, pero terriblemente inapropiada cuando tu gran objetivo en la vida se reduce al exterminio total de la raza humana y la posterior destrucción del planeta. Todo supervillano tiene algo de caprichoso, supongo, y esos pequeños paseos bien podrían convertirse en mi futura seña de identidad, algo así como la sonrisa cicatrizada del Joker, las calabazas explosivas del Duende Verde o la mirada penetrante de Santiago Abascal.

Siempre he sentido una especial predilección por los sujetos más infames y poliédricos de los libros, las películas o los cómics; tipos malvados pero extremadamente inteligentes, a menudo condicionados y esculpidos por una terrible e interesante tragedia. Es el caso de mi abuela Saladina, por ejemplo, quizás la supervillana a la que más he admirado y querido desde que la conciencia me colocó en la tesitura de elegir entre hacer el bien o practicar el mal. En su caso, el punto de no retorno en aquel viaje hacia el lado oscuro de la fuerza coincidió con la muerte del abuelo Otilio, que era un hombre bueno, cantarín y madridista: las tres características que solían definir al superhéroe anónimo de la Transición.

Yo tenía seis años y regresaba del colegio sin prisa, recuerdo. Ya apuntaba ciertas maneras, supongo. Antes de llegar a la altura del lavadero, pasada la casa de Pastor, me extrañó descubrir la marea humana que se agolpaba a las puertas del bar. Al principio lo achaqué al estreno de la nueva tragaperras, lo que siempre solía generar gran expectación en el pueblo, pero enseguida comprendí que tanta clientela –y a esas horas de la tarde– no era una circunstancia normal. Al verme llegar, los presentes comenzaron a apartarse formando un pasillo de susurros y yo me lancé escaleras arriba, presto a descubrir por qué rugía de ese modo mi abuela. Pude verla desde la puerta, antes de que una vecina me levantase por los aires y me alejara de allí a la carrera. La tenían tumbada sobre la cama, agarrada de pies y manos, convulsionando y pidiendo explicaciones a Dios con palabras que no venían en el catecismo. Ahora comprendo que todo formaba parte de su particular metamorfosis.

Nadie me dijo que había muerto el abuelo, pero me olí la tostada cuando mi otra abuela, Concha, insistió en rezar aquella noche para que a Otilio le abriesen las puertas del cielo. Supongo que era un niño bastante perspicaz, no lo digo por presumir. El caso es que, días después, cuando regresé a casa, me encontré a la abuela Saladina vestida completamente de negro, incluida una pañoleta que le cubría la cabeza y le confería un aspecto bastante siniestro, impecable para desarrollar la labor a la que se entregó desde aquel fatídico suceso de febrero: hacerle la vida imposible a todo el mundo.

Hace poco fui a visitarla. Como siempre, ella disimuló no alegrarse de verme

En casa se prohibieron las sonrisas por sistema, casi cualquier muestra de afecto, los colores chillones en la ropa, los juegos, cantar en el bar e incluso divertirse en las fiestas patronales, reuniones vecinales en las que nunca puso un pie pero de las parecía saberlo todo: mi abuela era Sauron mucho antes de caer en mis manos aquel primer ejemplar de la trilogía de Tolkien y nada escapaba a su ojo de fuego. Al principio fue duro, demasiado empapado yo en la cultura Disney, la enciclopedia de los Jóvenes Castores y los grupos de convivencia parroquial, pero a medida que la buena literatura y la televisión hicieron su trabajo, mi admiración por ella fue creciendo de un modo exponencial, la primera en mi particular sagrario de sociópatas junto a verdaderas leyendas como Lex Luthor, John Silver el Largo o el Cardenal Richelieu.

Hace poco fui a visitarla. Como siempre, ella simuló no alegrarse de verme y yo fingí estar allí contra mi voluntad, un juego de máscaras practicado hasta la saciedad desde mi infancia y que, bien ejecutado, la llena de orgullo. Así, de mala gana, me confió que por las tardes se entretiene paseando, como yo en esas mañanas en las que no sé qué hacer con mi vida. "¿Pero sales a la calle?", le pregunté sorprendido. Entonces me lanzó esa mirada suya de medusa, indignada por el simple hecho de que una de sus semillas pudiera contemplar semejante posibilidad, y especificó que pasea por el viejo salón donde antes se servían las bodas, las comuniones y los bautizos. "Yo prefiero pasear sola, no me gusta la gente", aclaró. Ojalá viva los años suficientes para ver cumplido nuestro sueño: estrangular al mundo como abuela y nieto, un plan ambicioso, sin duda, pero digno de ser recordado. Como ella.

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