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La caída en desgracia de Javier

Javier extendió un mantel sobre el césped y luego lo estiró para eliminar las arrugas. Sacó diez o doce latas de conservas y las repartió de manera proporcionada. No habían llegado los comensales, pero los esperaba en no mucho tiempo. Sacó también unas botellas de cerveza y de refrescos y las colocó de igual manera. El albergue, según le habían dicho, tenía 35 plazas y estaban todas ocupadas, así que sería una buena cena.

Al cabo de un rato llegaron dos parejas irlandesas y Javier las invitó a sentarse. Ellos traían su propia cena, le dijeron, pero se sentarían con él y probablemente aceptarían alguna cerveza. Llegó luego una familia de portugueses, un grupo de alemanes, tres japoneses y ocho franceses que venían en bici. Todos fueron uniéndose en torno al mantel y Javier, que hablaba idiomas, consiguió poner un poco de orden en aquella pequeña torre de babel que había surgido de pronto, logrando que más o menos todos entendieran las conversaciones. Contó un par de chistes y otro par de anécdotas y logró crear un ambiente alegre y distendido.

Finalmente, cogió su guitarra y empezó a cantar clásicos que todo el mundo conoce, cosas de The Beatles, Eagles o Beach Boys. Todos acabaron coreándolas y hasta los hospitaleros que estaban aquella noche de voluntarios se acercaron y se unieron a la fiesta. Muchos grababan vídeos del momento mágico y hacían selfies. Para todos los presentes, aquella estaba siendo una de las grandes experiencias del Camiño y todos la compartieron como si se conocieran de toda la vida. Estaba claro que Javier era una persona con gran capacidad para socializar y crear escenarios y ambientes. Después de mucho reír y cantar, recogieron todo y entraron para dormir.

Fueron ocupando las literas mientras seguían estirando aquel buen rollo con charlas y risas hasta que finalmente, con las luces apagadas, se fue haciendo el silencio. No habían transcurrido ni diez minutos cuando empezaron a escuchar unos sonoros ronquidos que al poco eran aterradores. Cada uno optó por una solución. Había quien trataba de cubrirse toda la cabeza con la almohada tratando de no escuchar; una japonesa lo intentó con ejercicios de meditación; un irlandés y un italiano, cada uno por su cuenta, trataron de distraer la mente con recuerdos felices que les ayudaran a abstraerse. Nada funcionó.

Poco a poco, algunos acabaron sentados sobre las literas preguntándose qué hacer, pero hasta el momento nadie había hablado. Finalmente, alguien encendió la luz y todos buscaron con la mirada el origen de los ronquidos: era Javier. Alguien sugirió moverlo. Al principio nadie se atrevía, pero finalmente un alemán fornido y seguramente experto en situaciones adversas, se acercó y le dio un empujón que casi lo tira de la litera. Javier siguió dormido como un tronco y redobló el tronar de sus ronquidos. La noche transcurría y al día siguiente les esperaba una etapa dura.

La familia portuguesa optó por largarse al jardín. Hacía una buena noche y mejor era dormir al raso que junto a ese hombre al que un rato antes todos adoraban y en ese momento empezaban a odiar. El alemán, mientras tanto, insistía. Dio cuatro palmadas fuertes sobre la cabeza de Javier, le gritó, le echó agua en la cara, pero Javier no despertaba, así que desistió y se fue a dormir a un pasillo. Todos fueron saliendo de ahí y ocupando los pasillos, la cocina y el cuarto de las lavadoras, hasta que Javier quedó solo en el dormitorio.

Los ronquidos de Javier seguían escuchándose a lo lejos. Algunos consiguieron conciliar el sueño en intervalos cortos, otros no llegaron a dormir del todo y los demás simplemente no durmieron aunque intentaron al menos descansar. A la mañana siguiente, mucho más temprano de lo que es habitual, todos estaban ya desayunando en la cocina. El tema de conversación era otra vez Javier, aunque la percepción que todos tenían del animador de la cena había cambiado de forma dramática. Ya no le caía bien a nadie. El alemán que había tratado de despertarlo llegó a asegurar que un hombre así no debería tener derecho a la vida, propuesta que fue inmediatamente refrendada por la mitad de los peregrinos. La japonesa que había tratado de meditar, más moderada, dijo que deberían exigir un certificado médico para evitar a los que roncan igual que se había pedido cuando la pandemia.

Javier despertó por fin y se asombró al comprobar que ya no quedaba nadie. Consultó el reloj temiendo que se le hubiera hecho demasiado tarde y al ver que era todavía muy temprano, se acercó a la cocina, donde sus compañeros hacían tostadas y preparaban tazones de cacao.

-¡Buenos días, dormilones! - chilló-. ¡Aquí están mis nuevos amigos de todo el mundo! ¡Menudo crisol multicultural formamos, eh! ¡Venga, quiero ver esas caras más alegres! ¡Miradme a mí, que no pegué casi ojo en toda la noche, que dormí fatal y aquí estoy, como una rosa!

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