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Las conchas de la vida

Julia no madruga mucho. Nunca se levanta antes de las nueve de la mañana. Desayuna con calma y luego sale un rato a atender a las gallinas y el pequeño huertom donde planta cebollas, patatas, pimientos, tomates, lechugas, judías. Con eso y unos huevos le basta. Luego camina los tres kilómetros que separan su casa del Camiño y se pone a trabajar con las conchas.

Lo primero que hace son los agujeros. Los hace todos a la vez, con mucho cuidado. Pone la concha sobre un trapo y éste sobre una piedra del muro en el que se sienta a diario, a la sombra de un castaño, y hace los agujero girando un lentamente un punzón. El trapo mitiga el riesgo de accidente, de que se quiebre la concha y se pierda. Los agujeros tienen el tamaño justo para que se pueda pasar el cordel. Una vez resuelto eso, extiende el trapo y
sobre él va colocando las conchas ya pintadas con la cruz de Santiago. Las hace con pintura roja, a mano.

Muchas veces le sugieren que haga la cruz con una plantilla, pero ella no quiere. Nunca supo dibujar, ni mucho menos pintar, pero la cruz la borda. Al principio muchas no le salían bien y ésas no las exhibía. Hoy podría pintarlas con los ojos cerrados sin cometer el mínimo error. Julia no vende las conchas por dinero, aunque nunca viene mal una ayuda. Lo hace para combatir la soledad. Cuando vivía Jorge nunca se sentía sola. Atendía la casa, que le daba mucho más trabajo que ahora y cuando llegaba él de la obra se sentaban a escuchar la radio, cenaban, charlaban un rato y se acostaban. Los tiempos eran así. Las mujeres atendían la casa y los hombres se buscaban un sueldo.

Jorge murió prematuramente, fulminado por un infarto. Era un hombre de excesos. Comía, bebía, fumaba y todo ello lo hacía sin medida. Cada día Julia se lo decía: "Como no empieces a cuidarte un día te me mueres". Él reía. Pero ocurrió y a las pocas semanas Julia comprendió que escuchar la radio sola, cenar sola y pasar los días sin disfrutar de más compañía que la de media docena de gallinas no era satisfactorio. Necesitaba distraerse para no estar todo el día llorando a Jorge y para rehacerse. Un día subió hasta el Camiño y se sentó bajo ese mismo castiñeiro. No habló con nadie, pero se sintió acompañada. Nada sabía aquella gente de su dolor. Estaban peregrinando y ella no era más que una señora sentada en un muro.

Siguió haciéndolo posteriormente, no a diario: cuando estaba muy triste o se sentía muy sola. Lo de las conchas fue una casualidad. Ella veía a diario pasar a muchos peregrinos y algunos llevaban esa concha, colgada al cuello por un cordón que atravesaba dos agujeros y con la cruz roja pintada. Un día se le ocurrió. Cogió las conchas, una docena, que Jorge había utilizado como ceniceros, las lavó a conciencia, subió al Camiño, se sentó bajo el castaño y empezó a hacerlas. Tuvo que tirar unas cuantas, pero vendió las demás en poco tiempo.

Una vez a la semana cogía el coche para acercarse al súper y comprar leche, algo de queso o un poco de carne o pescado. A veces la pescadera le tenía unas conchas guardadas. Cuando llegan vieiras, le dijo un día, hay clientes que las quieren ya limpias y sin la concha. En ocasiones durante una o dos semanas no lasm había. Ella siguió subiendo, ahora ya a diario a pasar allí unas horas. Allí, sentada sobre ese muro bajo el castiñeiro no lloraba nunca. Veía pasar a toda esa gente y se animaba, se imaginaba a qué se dedicarían, cuáles serían sus anhelos, cuánto habrían sufrido y cuánto reído, qué les aguardaba en el futuro.

Pero era más feliz cuando tenía conchas. Le gustaba hacerlas y le gustaba que la gente parase de vez en cuando a mirar, a preguntar precios, a comprar alguna y a charlar un rato. Para Julia, cada concha que vende sigue siendo un antiguo cenicero de Jorge. Por algún motivo eso le procuraba consuelo.

Una vez una pareja de peregrinos gallegos le compraron dos conchas y ella, en broma, les dijo que ya podían mandarle unas cuantas, que en aquel pueblo del interior de León no
eran fáciles de encontrar. Ellos le pidieron una dirección y al cabo de tres semanas le llegó a casa un paquete con conchas. Así que ahora de vez en cuando, al encontrarse con los peregrinos siempre les pide que al llegar a Galicia le envíen conchas de vieira. Algunos lo hacen y el suministro es más regular.

No sabe cuánto tiempo más seguirá haciendo eso, probablemente durante el resto de su vida. Se siente cómoda y cada vez tiene más ganas de reír, de hablar y de vivir. Ya no va allí a buscar consuelo, sino a sentirse viva. Y cada día su dolor desaparece un poco.

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