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El dibujante del Camiño

Sentado sobre una roca, Andoni Anzuategi, arquitecto jubilado, dibujaba el paisaje a la acuarela. Cumplía así un sueño largamente acariciado: recorrer el Camiño pintándolo. Era su primera etapa todavía y su intención era llenar su cuaderno de dibujo de estampas de ríos, de montañas, de arquitectura románica, de hórreos y cruceiros, de lavaderos, de todo lo que pudiera incluirse en su cuaderno, algo así como un particular álbum que pudiera repasar de vez en cuando para recrear en un futuro sus vivencias como peregrino. Su idea no era buscar la precisión ni la excelencia, sino hacer bocetos rápidos, captar la esencia y plasmar sus sensaciones. A fin de cuentas, por primera vez en su vida dibujaba por el puro placer de hacerlo.

-¡Qué maravilla! -exclamó un joven a su espalda-. Venía caminando y admirando el paisaje y ahora lo veo aquí pintado y es increíble lo bien que lo ha recreado usted. ¿Lo vende?

-¡Oh, no! -respondióó Andoni.

-Es una pena. ¿Puedo hacerle una oferta?

-¿Tanto le gusta, de verdad? -preguntó el arquitecto extrañado-. Lléveselo, es un regalo.

-Me parece injusto. Creo que debería usted ponerle un precio. Es su trabajo.

-Bueno, esto no es trabajo, es placer. Me gusta dibujar y hasta ahora que me he jubilado nunca había tenido tiempo, pero aquí -abrió los brazos como abarcando todo el Camiño-, aquí no se mide el tiempo. Lléveselo y disfrútelo -arrancó con cuidado la acuarela y se la dio al joven-. Espere a que se seque y enróllela, no la doble.

Tras ver al joven irse agradecido con el paisaje, moviéndolo para secarlo, Andoni se levantó y siguió caminando. Al día siguiente se dio de bruces con un viejo carballo que parecía introducirse en el sendero. Buscó un lugar sobre el que sentarse y empezó a pintarlo. Una niña llegó corriendo y se situó a su lado.

-¿Estás dibujando el árbol? -preguntó.

-Eso intento.

-Pon un búho, ahí, sobre esa rama -ordenó la niña.

-¿Un búho? -dijo Andoni divertido ante la sugerencia-. Pero no hay ningún búho.

-Pero si lo dibujas lo hay. Un búho rosa, con bigote.

-¿Y esos búhos existen?

-Si lo pintas, sí.

-Vaya por Dios. Pues lo hacemos. Los padres de la niña la alcanzaron y le dijeron que no molestara al señor, que estaba ocupado.

-No, no -aclaró el pintor-. No se preocupen, estamos trabajando juntos. Estamos haciendo un búho rosa con bigote para este árbol, ¿verdad?

-¡Sí! ¿Ves qué bonito? -ya te lo dije.

-Bueno, le ponemos el bigote… Listo -Andoni Anzuategi arrancó la hoja y se la dio a la niña, advirtiéndole para que la dejara secar y luego la enrollara, no lo doblara. La niña le dio un beso y se fue sin apartar la vista del dibujo.

Durante la tercera etapa se detuvo a pintar una antigua casa cuya fachada principal estaba parcialmente oculta tras un imponente manzano. A la derecha de la casa, en la finca adyacente, una señora trabajaba en la huerta. Cuando acabó con sus labores, se acercó y le ofreció una manzana.

-Come, anda, que no serás el primer peregrino que se queda pasmado y desfallece. Siempre ofrezco estas manzanas. Son tan jugosas que se comen y se beben a la vez. ¿Puedo ver el dibujo? - Andoni giró el cuaderno para que lo viera la señora y mordió la manzana.

-¡Anda, me sacaste a mí! Nunca me habían dibujado, ni a mi casa.

-Tome -dijo el artista arrancando también esa obra del cuaderno-. Para agradecerle la manzana, que tiene usted razón. Se come y se bebe.

En la cuarta etapa dibujó una minúscula ermita que se elevaba sobre lo alto de una montaña. Se la regaló a una pareja que bajaba desde la ermita y que alabaron la calidad de su boceto. En la quinta y última le regaló la plaza del Obradoiro a un señor que venía caminando solo desde Badalona.

Llegó a su casa en Bilbao con un cuaderno en blanco. Su libro de viajes, su pequeña guía particular del Camiño había desaparecido. Andoni estaba feliz. Nunca había apreciado sus dibujos tanto como aquella gente a la que se los dio y eso le reconfortaba y le enorgullecía.

Con los años aquellos dibujos fueron difuminándose en su mente hasta ya no recordarlo, pero nunca olvidó al chaval que le preguntó si los vendía, ni a la niña del búho rosa con bigote, ni a la pareja que había subido a la ermita, ni a la señora de la manzana ni al señor de Badalona. Así que un buen día, mucho tiempo después, ya anciano, los dibujó a todos ellos y de vez en cuando sacaba el cuaderno y le hablaba a sus nietos de aquella vez que hizo el Camiño y de la buena gente a la que conoció.

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