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Vida de Manfred

Todas las mañanas, temprano, Manfred montaba su pequeño club social a las puertas de su casa. Colocaba una mesa y sobre ella una caja con fruta, casi toda de su huerta. Tenía manzanos, perales, vides, higueras, cerezos, naranjos, un poco de todo. Empezó a montar el puesto porque era imposible para él comer tanta producción y porque los pocos vecinos que tenía en aquella aldea al pie del Camiño estaban ya bien surtidos. Le daba pena tirar toda esa fruta.

Montaba una sombrilla cuando el sol apretaba, la misma que utilizaba como gran paraguas los días de lluvia. Junto a la caja, colocaba una cesta para guardar la recaudación. No tenía precios. Cobraba la voluntad y cuando los peregrinos tenían voluntad pero no dinero nunca se iban de vacío. A veces hacía cajas de 100 euros y cuando era así madrugaba un poco más para acercarse a una frutería a comprar algunos melones o sandías que iba regalando en rodajas para que los peregrinos del día disfrutaran de la generosidad de los de ayer. Para el frutero, Manfred no era competencia. Lo veía más bien como un cliente extravagante, que dedicaba su vida a socializar con los peregrinos y a hacerles más grata una etapa.

Allí, en la frutería de Manfred, los peregrinos paraban, charlaban, se conocían, contaban anécdotas y escuchaban a Manfred, que en los años que llevaba ahí había visto y escuchado tanto que se había convertido en sabio del peregrinaje sin haber hecho jamás ni medio metro del Camiño. Había comprado la casa gracias a una casualidad impulsiva. Manfred era un reconocido y cotizado pintor alemán que un día, harto de las exigencias de la vida entre artistas que se juntaban en Berlín, de los compromisos sociales y profesionales, de la presión de galeristas, marchantes, subastadores y críticos, había buscado por Internet un lugar en el que perderse y había comprado la primera casa que le gustó en las fotos. Ni la había visto en persona cuando firmó la escritura.

En la aldea se recuperó, pero el pasar del exceso a la ausencia de vida social no fue fácil. Pasaba horas paseando por la finca, pintando a ratos, atendiendo la casa. Aprendió a cocinar hasta ser capaz de pasarse horas preparando una exquisitez sólo para él y comérsela en tres minutos. A veces se asomaba al balcón para ver pasar a los peregrinos. Empezó a sentirse solo. Su solución fue aquella mesa, la caja de fruta, la cesta para las monedas. Eso le permitió socializar, conocer cada día a gente nueva, observar y compartir lo que tenía. Ajeno a los compromisos, se sentía feliz, partícipe de las hazañas de los miles de aventureros que iba conociendo cada día sabiendo que a muchos de ellos no los volvería a ver jamás.

Le iba mejor que nunca. Desde que vivía en aquella aldea pintaba un cuadro cada dos o tres años y se los pagaban mucho mejor que cuando era un productivo pintor de moda. Lo que se decía de él era que vivía apartado del mundo como un eremita. De eremita tenía el aspecto que lo haría reconocible hasta para el mayor experto alemán de arte contemporáneo: unas melenas plateadas con una larga barba a juego; y la ropa que había encontrado en su nueva casa cuando llegó. Trajes de corte antiguo, camisas de flores y un par de chándales. 

Una vez pasó una niña, sacó de algún lado un rotulador y escribió en la caja: "Buen Camino", y junto al texto dibujó una cara sonriente. A Manfred le encantó y desde entonces siempre ponía ese lado de la caja a la vista del peregrino. En el puesto de Manfred se admitía el trueque. A veces alguien dejaba media docena de plátanos o unos botellines de agua o de refresco a cambio de unas manzanas. Cuando hacía mucho calor, el artista sacaba una manguera para que los peregrinos bebieran o se refrescasen. 

Pensaba algunas veces en regresar a Berlín, aunque fuese de visita, o llamar a alguno de sus antiguos amigos, pero nunca lo hizo por miedo a entrar de nuevo en aquella vida voraginosa de la que tanto le había costado escapar. Un día comprendió que era feliz con su nueva vida y que exactamente eso era lo que quería hacer el resto de su vida: poner su mesa a la puerta de la finca, colocar sobre ella la caja de fruta, sentarse en el taburete bajo la sombrilla y esperar a los peregrinos, conocerlos, hablar con ellos, aprender y llenar su vida de recuerdos y de cuando en cuando dejar que todo aquello reposara para volcarlo en un cuadro. Nunca se arrepintió.

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