Opinión

La ostra sin perla

La vida no fue condescendiente con Anthony Bourdain. Querer ser pirata francés para disfrutar una aventura alentada por la incertidumbre, las drogas y el sexo no es el camino más fácil si eres hijo del directivo de la Columbia y de una periodista de The New York Times

Le Bourdain en la Brasserie
photo_camera Le Bourdain en la Brasserie

"HA SIDO UNA aventura. A lo largo de los años, hemos dejado atrás algunas víctimas. Ha habido destrozos. Ha habido pérdidas. Pero no habría de dejado de aprovechar esta aventura", escribe la estrella internacional de la cocina Anthony Bourdain en Confesiones de un chef, publicado en el 2000. Su aventura comenzó en la adolescencia. Todo lo que le interesaba de su colegio privado era el lema de la chaqueta: Veritas Fortissima. Nunca mintió, ni en una cocina ni en sus libros ni en sus programas de televisión.

Tuvo la gran fortuna de ser nieto de franceses emigrados a Estados Unidos desde Arcachon, el centro de cualquier concha con contenido de ostra. Las vacaciones estivales lo dirigían desde Nueva York a ese lugar de Europa donde los laberintos de juegos eran construcciones playeras en las que se parapetaron los soldados alemanes hasta el Día D. Una tarde, Monsieur Saint Jour invitó a Anthony a pescar en su bote. Remó hasta el vivero de ostras y sacó una para el adolescente. El mariscador se la abrió. El joven rico y norteamericano apoyó la concha en la boca y la dejó deslizarse hasta el centro del paladar. "Sabía a agua de mar... a salmuera... a carne... y, de alguna manera, a futuro". Anthony saboreó la ostra, pero no el futuro. Como era un estudiante talentoso, se graduó con un año de antelación, a los 16 años. Apovechó el verano para dejar Nueva York y buscar la aventura en Provincetown (Massachussets) con otra playa como lugar de operaciones. "La mayor parte del tiempo bebía, fumaba marihuana, intrigaba", recuerda al hablar del adolescente "narcisista, malcriado y depresivo" que fue.

Sus compañeros de piso se cansaron de mantenerlo y lo metieron en su rueda laboral. Cuando algún lavaplatos no se presentaba en el restaurante, los llamaban para suplirlo. "Mi ascenso en el reino de la alta cocina empezó fregando cacerolas, tirando a la basura los restos dejados en los platos, pelando patatas y cortando las barbas a los mejillones". Pero pronto descubrió que "los cocineros eran dioses. Se vestían como piratas: batas blancas con las mangas hechas jirones, vaqueros, bandas harapientas y desteñidas en la cabeza, delantales manchados de sangre, aretes de oro, pulseras, collares, anillos de colores, tatuajes,...". Lo fascinó saber que "los chefs tenían estilo y arrogancia. Bebían todo lo que estuviera a su alcance, robaban todo lo que no estuviese atornillado y ponían en su sitio al resto del personal y a los clientes". El primer día de pago comprobó que "los chefs saldaban las deudas por drogas, préstamos o apuestas", pero la noche en que sorprendió al jefe de cocina "cuando se tiraba escandalosamente a la novia" de un banquete nupcial que acababan de servir, dejó de negarse a afrontar su futuro.

Sus compañeros de universidad de élite se alegraron de que Anthony Bourdain, "un Byron violento y drogata que usaba un hábito de monje y se paseaba con un espada de samurai envainada" les anunciase que se había matriculado en el Culinary Institute of America (CIA). La chica que vio cómo usaba esa espada para cortar media hectárea de lilas con las que adornó su habitación fue la única que se disgustó. Su paso por el CIA fue recordado por sus negocios como proveedor de drogas beat y promotor de timbas.

Lo fascinó saber que los chefs tenían estilo y arrogancia. Ponía en su sitio al resto del personal y a los clientes

A los dos años volvió a Massachussets. Logró emplearse como ayudante del parrillero Tyrone —un negro con el peso y la envergadura de un buey— en un restaurante de Cape Cod. Una noche estaba friendo un ossobuco se quemó y la sartén se le resbaló al suelo. Pidió a Tyrone una crema para las quemaduras y una tirita. El parrillero se quedó en silencio y levantó las manos. "Acerco las palmas bien abiertas a mi nariz para que viese bien la espantosa constelación de ampollas llenas de agua, verdugones irritados y enrojecidos, marcas de la parrilla, rodales en carne viva, viejas cicatrices,...".

Tyrone lo enderezó, pero quien transformó "el colgado drogadicto que era en un chef capaz y responsable" fue un cocinero al que se refiere como Bigfoot. "Me convirtió en un líder, en esa combinación de tío cojonudo y perfecto cabrón que el oficio exige. Gracias a él nunca llamo para decir que estoy enfermo y, todas las noches, me acuesto murmurando las listas de preparativo para el día siguiente". La profesionalidad de Bigfoot llegaba a la sofisticación de calcular y registrar el porcentaje de filete que cada cocinero le sacaba a un pescado: "Tony le saca un 62,5%, Mike, un 62,7%. Que filetee Mike, decía". Su modelo era "astuto, manipulador, brillante, voluble y aterrador físicamente. Quiero que mis empleados crean que, lo mismo que él conmigo, cuando los miro a los ojos les veo hasta el alma".

La puntualidad era la medida de todas las cosas para Bigfoot. "Me hizo entender que si un empleado es puntual es menos probable que acaba fallándote y que eso es más importante que el historial que tenga". Bourdain matiza que Bigfoot consideraba "ser puntual llegar un cuarto de hora antes del comienzo del turno y te mandaba de vuelta a casa si llegabas dos minutos tarde". El motivo le era indiferente.

Anthony Bourdain presenta el paso por la cocina de Bigfoot como un cambio de actitud absoluto, pero el irresponsable que había sido tardaría todavía en marcharse. Su llegada al restaurante Work Progress hizo renacer al joven de Providence Town. "Después de cerrar tomábamos posesión del bar, bebíamos champagne y hacíamos gruesas rayas de coca de un extremo al otro del bar. Luego nos poníamos a cuatro patas para esnifarla. Las camareras más monas y liberales se quedaban con nosotros, de modo que follábamos bastante. Los sacos de 25 kilos de harina eran el sitio preferido para la copulación". El nivel de caos era elevado, pero podía aumentar.

Una tarde hicieron que el antipático gerente del Work Progress bajase a la cocina para que revisase las provisiones. Le pidieron que revisase el arcón congelador de los langostinos. Cuando el hombre lo abrió se encontró a Dimitri, uno de los cocineros, "desnudo, salpicado de sangre, mirándolo a través de una fina capa de envoltura transparente. Debajo del filme, los ojos empezaban a escarcharse". El gerente tardó una hora en recuperarse de la impresión, Dimitri tardó unos días en curarse el resfriado y el personal tardó unas semanas en olvidarse de la broma.

Bourdain acabaría dirigiendo un resturante con su firma, Les Halles. Ofreció cocina provenzal francesa en Nueva York hasta el año 2000, cuando optó por atender a trabajo de divulgación con libros y programas televisivos. Era consciente de que la cocina del talento seguía descubriendo nuevos nombres y despachando a los viejos. Supo que había llegado su hora. Tuvo la honestidad de reconocerlo dedicando un capítulo de Memorias de un chef a Scott Bryan. Fue su modo de retirarse y nombrar heredero. Describe el trabajo de ese cocinero emergente a principio del milenio como si se refiriese a sí mismo: "Le resulta una tortura ver cocinar con malas técnicas, es decir, con técnicas que no sean francesas. Como Scott sabe muy bien, apenas coges un cuchillo de chef y te acercas a la comida estás en deuda con los franceses".

Cincuenta años más tarde, Bourdain recordaba en Memorias de un chef los veranos en los que escapaba "hasta los pequeños puestos del puerto, donde era posible comprar, en bolsas de papel de estraza, ostras sin lavar y cubiertas de pequeñas algas". Transcurrido medio siglo, seguía "asociando el sabor de la ostra con aquellos espléndidos y embriagadores días de colocones ilícitos a última hora de la tarde en Arcachon. Con el aroma de los cigarrillos franceses, con el sabor de la cerveza, con la inolvidable sensación de estar haciendo lo que no debía hacer".

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