La necesidad del Vesubio
Según la mitología griega, la sirena Parténope llegó a la costa de la actual Italia arrastrada por las olas. Había caído al mar rendida tras el intento de atormentar a Odiseo y su tripulación con sus cantos. Su cuerpo fue enterrado con honores y la tumba dio lugar a un templo, que se convirtió en pueblo y, finalmente, creció hasta ser la ciudad con el nombre de la sirena. Ese lugar, la actual Nápoles, es el origen de Sorrentino y el lugar al que ahora vuelve con una oda a la belleza, la sensualidad y el amor que revive también al mito de la sirena, su película Parthenope.
Situar el escenario y la acción en Nápoles supuso un primer esfuerzo para el cineasta italiano con Fue la mano de Dios porque significaba, al menos en lo íntimo, una confesión. La vida de Sorrentino se conoce públicamente a partir de los 15 años. Lo anterior podría encasillarse dentro de lo común a cualquier persona nacida en los años 70 en su contexto, dentro de una familia de clase media-alta gracias al puesto de director de oficina bancaria de su padre y los cuidados de su madre, ama de casa. Tres hijos en total y expectativas sobre cada uno.
La gran familia italiana, a la que efectivamente Sorrentino pertenecía por cliché, donó sin saberlo una gama de emociones y ambigüedades humanas al director, además de una capacidad para lo inverosímil y un despertar sexual encarnado en la figura de una tía materna. Eso sucedería más tarde. Las artes, durante la infancia, existían solo en las sobremesas de las reuniones. Lo más parecido al cine que disfrutaba entonces era el fútbol, el salvoconducto de la frustración para toda una ciudad.
A finales del siglo pasado, Nápoles vivía al límite de sus fuerzas. El terremoto había mermado la energía vital. Lo padecía su sociedad entera. Varias mafias y bandas criminales mantenían una guerra abierta en las calles. Los recursos, en general, flaqueaban. Las salidas a cenar o a una fiesta se realizaban con un cierto miedo social. La ciudadanía había perdido a su ciudad.
Todo ello pasó a un segundo plano gracias al fútbol y, en concreto, a la llegada de Maradona al principal club de Nápoles. Las pasiones despertadas por el jugador argentino insuflaron alegría y autoestima a la población. Surgió entonces la valentía para salir el domingo a ver el partido. La sombra que planeaba sobre la urbe se disipó lentamente y una palabra se extendía por la ciudad repetida en cada garganta: libertad.
La salvación alcanzó también el hogar de Sorrentino, ya más crecido y que pedía del mismo modo mayor independencia para ser, para ir y venir. Hasta el momento, el joven Paolo solamente había podido ver a su ídolo jugando en casa, triunfando para los habituales. Sin embargo, en septiembre de 1986, se abría la posibilidad de convertirse en visitante en campo rival.
Los padres del cineasta habían anunciado un viaje a Roccaraso, una ciudad turística donde poseían una segunda vivienda para retiros. Paolo rogó que le dejasen desplazarse a Empoli para ver triunfar a Maradona, iría con amigos, lo recogerían en el piso familiar temprano y luego se desplazaría junto a su familia. Milagrosamente, el padre cedió por primera vez y extendió la dispensa a sus hermanos también, que la aprovecharon. Cuando el timbre sonó al día siguiente, Sorrentino no encontró al otro lado del telefonillo a ninguno de sus amigos, sino al portero del edificio gimoteando. Le pidió que bajase junto a él. El hombre lloraba en medio del portal. Los padres de Paolo habían muerto durante la noche intoxicados con monóxido de carbono procedente de una fuga. Fallecieron mientras dormían y él, inquieto por ver a Maradona, no había pegado ojo. A su modo de interpretarlo, El Pelusa lo había salvado.
Tuvo que hacerse adulto de modo inesperado
La edad adulta irrumpió en la vida del cineasta sin previo aviso. La relación con sus hermanos, pese a ser cercana, se resentía a base de frustraciones y trauma. El resto de la gran familia se volcó, pero la ausencia suponía un tamaño inabarcable. Para honrar las voluntades de su padre, Paolo decidió estudiar Derecho y Comercio. La falta de vocación y el abismo en su vida lo empujaron al fracaso. Con 25 años y nada logrado con éxito, se mudó a Roma y vio a Nápoles desaparecer desde la ventana del tren.
Logró infiltrarse en algunas producciones de cine de las que extrajo experiencias muy negativas y llegó a la televisión para trabajar en guiones de menor importancia. Las ideas en la mente de Paolo se impregnaban de emociones viscerales y referencias constantes a todo lo que sabía, lo que había visto, lo que lo había conmovido. Se empeñaba en demostrar. Y así lo hizo en El amor no tiene fronteras, un cortometraje que supuso su debut fílmico. Supuso el enlace duradero con la productora que lo respalda todavía hoy.
Cambió su rumbo al conocer al director Antonio Capuano, con quien trabaja entonces, y en 1998 le dejó los consejos que necesitaba para depurarse, llegar a su corazón. "Experimentar un dolor parece entregarnos el carnet para dedicarnos a realizar un trabajo creativo, pero no es suficiente. Si contamos lo bien que estamos, aburriremos. Acercarse al conflicto como un impulso, no como un problema humano. Así se crea".
De Capuano se le quedó también la elaboración barroca de guiones, la creación detallada y excesiva de escritura para cine. Así, además de alcanzar grados muy complejos y concretos para el resto del equipo, también lograría engañar a productoras con ideas elaboradas, muchas veces irrealizables.
Gracias a la puesta en práctica de todo en conjunto, Sorrentino encontró un filón que terminaría por convertirse en su sello personal. Asumió con gusto que los matices son lo más importante en la vida, y en ellos se recreó. Se entregó a la seducción y rechazó el sexo, del cual ha dicho que solo supone un ejercicio de gimnasia. Sin embargo, la seducción lo define como una forma afectuosa e inteligente de poder.
La fe católica como fuente de inspiración
Precisamente, el poder supone la otra pata de su cinematografía. La fe católica y la Iglesia alimentaron su retina para formar imágenes, paralelismos y choques de todo tipo. La política italiana, especialmente sus cabezas visibles, y la mafia también dotaron a Sorrentino de una idea de poder que afecta a los individuos en aspectos vitales. Los poderes reales.
Se sirvió de máscaras y generó trasuntos de su persona, en la medida en la que todo lo que escribe ha confesado procede de su vida en cierto modo. Dejando su biografía a un lado, ahondó en el problema de la vejez y el temor a la senectud en soledad. Su existencialismo vestido con exceso barroco esconde las preguntas primigenias bajo lo decadente, lo fronterizo y el binomio de su éxito: absurdo y sagrado.
Con 29 años, Sorrentino estrena su largometraje debut, El hombre de más y el éxito no es masivo, pero tampoco tímido. La Academia italiana lo reconoce con varias nominaciones. Aunque sin duda, lo más relevante es el inicio de su relación profesional con el actor Toni Servillo, el más grande de su generación en el teatro y que rechazaba el cine. Su amistad se remontaba a tiempos anteriores en Nápoles y gracias a ello fue posible el tándem.
La obsesión posterior recae en lo artístico, en la elaboración de lo visual como complemento a un texto que, a base de experiencia, muchas veces no consigue convertirse en película. El papel, por tanto, no es igual que una pantalla. La estética lo posee como un espíritu y fija la perfección como un objetivo plausible.
Después de años de silencio, estrena Las consecuencias del amor, que encandila en el Festival de Cannes y le reporta éxito en el más amplio sentido. Pronto llegaron El amigo de la familia y la inventiva biografía Il Divo, que trata sobre la figura del político total Giulio Andreotti, que es la cinta favorita del propio director. Probó suerte filmando en inglés Un lugar donde quedarse, pero los problemas lingüísticos abundaron al entender que en italiano siempre se habla, incluso en silencio.
Agradecimientos e Roma, Fellini e Maradona
La consagración que supuso en 2013 el estreno de La gran belleza había sido anunciada en los círculos más ávidos. Sorrentino tenía un sello y todos los premios cosechados con esta cinta lo avalaron. Las ovaciones se sucedían. Cuando recogió el premio Oscar a Mejor película extranjera, no dudó en sus agradecimientos: familia, equipo, Roma, Nápoles, Fellini, Scorsese, Talking Heads y Diego Armando Maradona.
Su amor por el texto se transformó en el debut literario Todos tienen razón, finalista del premio Strega, el mayor en italiano. En paralelo, su película La juventud sufría las consecuencias de ser la siguiente al bombazo, aunque ha envejecido como una joya en su cinematografía.
La televisión lo acogió con sus dos miniseries relacionadas con el papado y el Vaticano, otro giro de tuerca a la idea de poder político dentro de la Iglesia y cómo monjas que juegan al baloncesto pueden orquestar revoluciones. Narró la vida de Berlusconi como la de un icono imposible de nuestros tiempos, explicó la suya propia y la tragedia de su vida, y en el presente, como la sirena, ha retornado a su ciudad natal.
Sin la presión del pasado, Sorrentino comenta sin tapujos que su rutina en época creativa pasa por levantarse, tomar café, fumar un cigarro o un puro y escribir todo el día. Cuando nada ocurre, se sienta a ver 25 partidos de fútbol o baloncesto y cuando después escribe otra vez. En medio, sortea una fama indeseada y excesiva y preguntas impertinentes de periodistas. En el camino, eso sí, busca una fe que le resulte creíble.
De momento, se ha reconciliado con Nápoles, la ciudad que engloba toda la complejidad del ser humano, según su criterio. Uno de sus personajes en Parthenope afirma que "no se puede ser feliz en el paraíso".