Opinión

En un café

Por sus bromas y su lenguaje corporal podría parecer seguro si no supiésemos todos que no tenía nada que hacer

NO VOY A HABLAR del libro de relatos de Mary Lavin, editado por Errata Naturae y que les recomiendo, sino del domingo pasado por la mañana.

A nuestro lado hay una pareja de nuestra edad que tiene una conversación tan coñazo que no puedo evitar pensar que están juntos porque solo ellos se aguantan. Y me alegro, por ellos y por las dos personas que en algún lugar del mundo no saben de lo que se han librado. Sin embargo, en la mesa siguiente hay otra, algo mayor ya, extraordinaria. Porque los dos usan sombrero y porque parece que, a pesar de todo el tiempo que llevan juntos, se caen bien y se interesan. 

Otra pareja más joven acaba de encontrarse. Ella se ha retrasado un poco. Son solo amigos pero él es todo aspavientos, efusividad y gestos de autoafirmación, y con sus bromas y su lenguaje corporal podría parecer seguro si no supiésemos todos que no tiene nada que hacer, porque ella le saca una cabeza. Más allá, un matrimonio de ancianos lee a la vez el periódico, sentados hombro con hombro e inclinados sobre la mesa. Ella va siguiendo las líneas con el dedo, para los dos.

En nuestro banco se sienta una señora que siempre está sola. También cuando camina por la calle mirando al suelo, aparentemente sumida en sus pensamientos. Está comiendo un cruasán. Es bastante mayor y viste llamativamente, llena de joyas, de colgantes y de adornos, y hasta lleva un lazo en el pelo. Va muy maquillada. De vez en cuando se limpia las migas del regazo, despacio, y se queda mirando para la ropa y se coloca algún alfiler, o una pulsera o el pliegue de su falda de encaje, lo desdobla con cuidado y lo estira bien, y sigue comiendo. Casi no mira alrededor. Y si pienso un poco en ella, en qué sentirá y en cómo sería, por ejemplo, de niña, me dan ganas de llorar.

La puerta se abre y entra un chico que conozco. Su mujer está sentada a la izquierda pero él se va a la derecha. Al sentarse parece que mira hacia ella, pero no queda claro y por un momento el camarero y yo, de reojo, creemos asistir a la escenificación de un drama. Pasa más de un cuarto de hora. Entonces ella se levanta, él la llama y durante una fracción de segundo todo queda en suspenso, hasta que ella se gira, se sorprende, se acercan y se besan. Y al hacerlo, ella apoya el antebrazo en su hombro y cierra los ojos, y el amor, por un instante, resplandece sobre la mesa e ilumina esa esquina del bar.

Marta lee enfrente de mí. El dueño del café pasa por nuestro lado y se me queda mirando. Se ha dado cuenta de que llevo casi todo el tiempo callado y me pregunta por señas si estoy bien. Le digo que sí.

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