Opinión

Las quejas de Pla

Josep Pla. EP
photo_camera Josep Pla. EP

En un párrafo de El cuaderno gris, don Josep se lamenta de la vulgaridad de su tiempo. En él, dice, la tabla de valores ya no es lo que era. Todo es exterior, critica, las apariencias son tiránicas y la delectación en el cartón es universal. Y claro, uno enseguida piensa lo evidente: que, si eso le parecían las cosas hace un siglo –¡un siglo ya!–, qué no diría de nuestra época, en la que la importancia de la imagen, de esa superficie de la que él habla, de las apariencias, ha alcanzado cotas difíciles de creer incluso para nosotros mismos.

Hace ya más de veinte años, creo que en su Viaje en autobús, le leí otra queja sobre la modernidad; sobre su modernidad. Contaba que le encantaba comer melocotones con queso. O tal vez uvas y queso, no estoy seguro; pero creo que eran melocotones, porque la mezcla me había llamado mucho la atención. Y protestaba de que aquellos melocotones no sabían ya a nada, que no se comparaban con los de su niñez. Que las técnicas modernas de cultivo y conservación los habían estropeado. Y, otra vez, recuerdo haber pensado qué diría el pobre si probase los de ahora, esas bolas frías de insípida pulpa amarillenta.

Volviendo al Cuaderno, el ampurdanés se lamenta de que solo tenga valor la opinión en que nos tienen. De que la calle fuese la piedra de toque universal, en aquella "época de máscaras”. ¡Época de máscaras! Los años diez del siglo pasado, la España del 18 y el 19, una época de máscaras, porque todo giraba en torno a las apariencias. Donde –continúa Pla–, para sentirse vivir, la gente debía recurrir a la lectura de las virtudes ajenas, de las llagas y lesiones de los demás, porque las propias estaban vacías.
En fin. En fin.

Veo a mis hijos pasarse horas, horas y horas, como todos sus compañeros, mirando vídeos aleatorios en los que desconocidos en pos de su minuto de fama hacen una insignificancia tras otra. Veo los decorados adulterados y edulcorados de cualquiera de esos vídeos. Veo los filtros de belleza de todas las caras que salen en ellos. Veo el destello de interés, la media sonrisa de una fracción de segundo, más difíciles de conseguir cada vez, conforme el umbral de reacción a la dopamina va subiendo. Veo a los influencers, que un buen día cayeron en gracia y ahora basan su éxito –en un bucle perfecto y delirante– en su número de seguidores, y que no tienen nada que decir y, aun así, son escuchados. Veo todo eso, y pienso en Josep Pla y en la delectación en el cartón, y me temo que primero se deprimiría y, a continuación, se volvería a morir.

 Y asusta porque esa evolución se ha traducido en una frivolización cada vez mayor, en unas referencias cada vez más tontas y vacías

Y ya me doy cuenta de que adoptar el tono de agorero, del inquisidor que señala las perversiones que lo rodean, es, además de cansino, bastante inútil. En cuanto uno se hace pesado, ya casi da igual si tiene o no razón: nadie le hace ni caso. Como decía Michi Panero en Después de tantos años, en esta vida se puede ser todo menos un coñazo. A un coñazo nadie lo escucha. Suerte tiene si directamente no le escapan.

Pero es que es difícil no llevarse las manos a la cabeza de vez en cuando, porque algunas cosas asustan. Asusta, por ejemplo, que la piedra de toque de la calle, que tan vulgar e indigna le parecía a Pla, resulte ahora de una candidez entrañable, comparada con la omnipresente pantalla, del metaverso, de las redes. Y asusta porque esa evolución se ha traducido en una frivolización cada vez mayor, en unas referencias cada vez más tontas y vacías. No hay casi nada más, y encontrarlo exige un esfuerzo que no se está dispuesto a hacer.

¿Exagero? ¿Soy la millonésima repetición de aquella primera queja sobre la juventud, encontrada en un grabado mesopotámico de varios milenios antes de Cristo? Tal vez. Ojalá.

Esa queja histórica siempre ha denunciado la decadencia moral de las nuevas generaciones, la disolución de las costumbres, su falta de educación y respeto, sus modas y gustos y cosas por el estilo. Pero yo me pregunto si alguna época había visto a sus jóvenes, como yo ahora, no como culpables de la decadencia, sino como sus víctimas.

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