Expresión patética del espectáculo

Gran Café Tortoni

Gran Café Tortoni, en Buenos Aires, el más antiguo de Argentina (Foto: EFE/Cézaro De Luca)

Sentados en una terraza veraniega, como quien oye llover en una noche de otoño después de haber recogido todos los muebles del jardín, quedamos algunos que arreglamos las crisis personales, económicas y políticas tomando unas cañas en compañía y hablando a caño abierto.

Una de estas últimas tardes calurosas de domingo, con las calles casi vacías de Madrid, dejamos pasar el tiempo en la terraza de José Luis, con la embajada USA y los Jesuitas como vecinos próximos; tampoco son mala compañía, sobre todo la de Jesús. Alguna noche en Lugo compartimos un par de cañas, casi nunca en terraza, claro, y el presente y el futuro empiezan a verse con mejor horizonte.

La lectura en Jot Down de ‘El perdido orgullo de ser tertuliano en Madrid’, de la autoría de Jorge Bustos, me lleva en un viaje de vuelta a esos cafés de lectura y tertulia, de agitación, de los que hablaba Steiner para definir Europa. Las cafeterías de las facultades eran tertulia y centros de formación ideológica acelerada. En sucesivas entregas, uno se iba desprendiendo de la Formación del Espíritu Nacional e iba introduciendo píldoras de Marta Harnecker, hasta que se mostró evidente que el paraíso no estaba de ese lado y que en vez de hacer la lectura de Wilhelm Reich, un orgasmo intelectualmente imposible, eran preferibles las clases prácticas que se extendieron por el mundo occidental desde los campus californianos, que proclamaban la consigna de sí al amor y no a la guerra.

Las tertulias de ahora son la expresión más patética de la cultura del espectáculo, que analizó Mario Vargas Llosa. Tertulia radiofónica o televisada, con reparto preestablecido de papeles y consignas, que sirven para mantener en silencio un hogar, plantados todos sus miembros ante el altar de un televisor, o para que el aislamiento sea total, también físico, entre los dos miembros de una pareja que, con los cascos de la radio en la oreja, se quedarán dormidos hasta oír el despertador, que les lleve de nuevo a ser meros oyentes de otra tertulia, al trabajo, a volver a sentarse de nuevo ante el televisor tertuliano y, el fin de semana, de excursión al centro comercial. Solo falta que pongan misa en estos centros y se habrán constituido en los mejores aglutinadores de una institución familiar en crisis. Estas tertulias mediáticas de la cultura del espectáculo son responsables de la descomposición familiar y de la resignación social por aburrimiento.

El día en que el espectador/oyente de la tertulia tire el mando del televisor por la ventana y los cascos por los que oye la radio al contenedor de las compresas usadas, empezaremos a salir de esta parálisis en la que nos han metido y de la que nos culpan.

Hay que volver a la terraza y con un par de cañas arreglar la política, la economía y, así, se resuelve mucho de las crisis personales. Hay que negarse a twitear para las tertulias de televisión, otra trampa para callarnos y que nos creamos partícipes del espectáculo de guion fijo.

Este tiempo de verano debería servir para recuperar la tertulia, pero como protagonistas.

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