Blog |

Querida Sei, contigo en tu cuarto

"Ella nació hacia 968. Fue dama de honor de la emperatriz Teishi y después monja errante por las montañas. Y se supone que tuvo amantes secretos. Su 'Libro de la almohada' inició todo un género. Las mujeres escribían con libertad sus impresiones y sus sentimientos. Lo hacían en el momento de ir a acostarse, cuando ya estaban cerca del sueño"

En aquella época la capital estaba en Kioto. Yo sentía el perfume de Sei Shonagon en las colinas orientales, paseando por el sendero de los filósofos y los monasterios zen. Ella tenía la misma melancolía apasionada que muchos años después Yasunari Kawabata.

Ella nació hacia 968, en la época de esplendor de dinastía Heian. Fue dama de honor de la emperatriz Teishi y después monja errante por las montañas. Y se supone que tuvo amantes secretos. Su ‘Libro de la almohada’ inició todo un género. Las mujeres, sin seguir ninguna preceptiva ni someterse a reglas, escribían con libertad sus impresiones y sus sentimientos. Lo hacían en el momento de ir a acostarse, cuando ya estaban cerca del sueño.

Esas obras no tenían pretensiones, y por eso se escapan de las convenciones y las normativas. Y por eso son deliciosamente vivas. Expresan con sinceridad animada toda la frescura de la intimidad.

Esas obras consideraban propias de mujeres, no se les daba importancia. No eran algo serio —tampoco lo era la novela en Occidente—. Y por eso mismo están llenas de autenticidad y de vida. Y cuando un hombre quería expresar libremente sus sentimientos se hacía pasar por una mujer. Así lo hizo uno para contar lo que sintió cuando murió su hija.

Y la literatura es vitalidad y frescura, no normativas y retóricas. En estas todo es seco y acartonado, todo es falso y sin vida. La literatura ha sido una noche de milenios por salir de esas rigideces, por vibrar como la vida íntima. Por recoger la vibración que nos negamos en la vida corriente.

Sei Shonagon hace listas de cosas que le gustan o le disgustan. Habla de cuando está sola en el bosque, se oyen algunos pájaros de otoño, y siente una tristeza deliciosa. Que expresión tan contradictoria, supongo que la prohibirían los tratadistas. Y qué expresión tan sugestiva. Solo una mujer podría escribirla apoyada en la almohada, cuando no piensa en lo que piense nadie. Y cuando está libre del acartonamiento cortesano.

Sei expone sin tapujos sus frustraciones, sus recuerdos. Mira el mundo sin sujeciones: «En el tercer día del tercer mes me gusta ver el sol brillando con calma en el firmamento de primavera. Los sauces están más encantadores en esta estación, con las papilas todavía encerradas como gusanos de seda en sus capullos. Cuando las hojas se han esparcido yo ya no las encuentro atractivas, realmente todos los árboles pierden su encanto cuando las flores han empezado a dispersarse». Yo vi los sauces de Kioto en verano y todavía conservaban su gracia.

Ella no habla de las luchas imperiales ni de los grandes heroísmos. No habla de los grandes valores convencionales. Pero, ¿qué sería de nosotros si alguien como ella sobre la almohada no nos hablara de la gracia de los instantes, de las ocurrencias contradictorias? ¿Qué sería de la vida si alguien como ella no trazara las pulsiones secretas, las vivencias escondidas y fugaces?

Tiene toques secretos de rebeldía: "Cuando me pongo a imaginar como es ser una de esas mujeres que viven en su casa, sirviendo confiadas a sus maridos, mujeres que no tienen ni la más simple perspectiva en la vida, sino creer que son perfectamente felices, yo siento desdén. Con frecuencia ellas han tenido buen nacimiento, pero no han tenido oportunidad de encontrar lo que hay en el mundo. Me gustaría que pudieran vivir para eso, aunque sea dentro de nuestra sociedad, aún si eso significa que tienen que ser sirvientes, pero que puedan conocer las delicias que la vida tiene que ofrecer".

Hace listas de cosas que la ponen triste: un perro que aúlla durante el día, una carta que llega de provincias pero no viene con un regalo. Alguien que expone penas pero quiere ponerlas lo más atractivas que puede, alguien que te visita y que te dice continuamente: te he visitado. Alguien como ella puede decir en enumeración caótica lo que la entristece, no sigue construcciones obligadas. Y entonces sus papeles puestos sobre la almohada palpitan delante de nosotros. Tenemos, con trazos delicados, el latido imprevisible e inagotable de la vida.

Hay perlas, destilaciones libres de la intimidad. No hay pedruscos tallados para las grandes solemnidades. Lo mismo que cuando cummings escribía todas las cosas con minúsculas. Lo mismo que cuando Proust hablaba de la resurrección por las magdalenas o Katherine Mansfield de la despedida sutil del Bosque de Bolonia.

Hay manifestaciones graciosas. Graciosas porque en esos fragmentos hay un fulgor leve que nos regala la gracia. Lo aparentemente ligero generalmente es lo más profundo y queda para siempre. Y tiene un resplandor que nos rescata.

Ahora nadie lee las grandes construcciones de literatura imperial. Pero reeditamos este toque, ese apunte de una mujer libre sobre la almohada. ¿Qué coñazo de funcionario va a buscarla cuando ya está acostada, cuando está a punto de dormirse y le va a dar instrucciones? ¿Cuando se ha quitado la máscara, cuando está sola consigo misma e incluso puede masturbarse sin que la miren?

Una vez una mujer me dijo: "¿Entonces tiene más valor lo que yo apunto descuidadamente en mi diario que las obras de los grandes escritores que han aprendido?" Yo respondí: "Depende de si dentro de ti hay vibración y libertad interior o si estás encerrada en tópicos y chorradas. Y desde luego todo el academicismo y la retórica nunca ha producido nada que tenga vida y gracia de verdad. Que sea revelador de verdad".

Ahora no leemos el poema épico en latín África de Petrarca sobre las hazañas de Escipión, que era lo que Petrarca consideraba serio e importante. Y leemos sus canciones a Laura en lengua vulgar, que eran pasatiempos sin importancia. Y leemos el Secreto, que es donde el gran prócer que quiere que lo respeten revisa toda su obra y su vida interior. Incluso la Historia de Genji resulta un poco pesada, aunque tiene trozos deliciosos. Pero ¡el Libro de la almohada con sus apuntes flotantes¡ Ahí ya tenemos todo lo alado de Yasunari Kawabata. Sí, yo iba por el camino de los filósofos en dirección al monasterio Rioanji. Como Sei Shonagon, yo rechacé desde hace mucho las grandes epopeyas y las pinturas de Historia. Prefiero mil veces las intimidades de Chardin a La conjura de los Horacios de David. Me gustaba mucho más ir junto a los riachuelos, debajo de los sauces, que visitar los palacios imperiales pomposos.

Comentarios