Terraza de mañana: café y periódico

LE RUEGO que disculpe la comparación: hay un café de la mañana que se corresponde con ir al surtidor de gasolina a llenar el depósito del coche para que circule. Es ese un café irrenunciable para hipotensos y adictos a la cafeína e incluso, por experiencia propia, tiene algo de medicina preventiva frente a la jaqueca. No sé qué opinarán los médicos de esto, pero la experiencia me dice que es así: una necesidad para estar activo y para responder a una demanda a veces urgente y amenazadora del propio organismo. La dosis ha de ser justa, sin pasarse. Hay cafés que son un pretexto para la cita y el encuentro, para verse y hablar, incluso para un diálogo de silencio frente al otro: se necesita saber que está ahí, enfrente, aunque vaya pasando como ensimismado las páginas de los periódicos.Pero que ni se le ocurra mirar el correo electrónico o empezar con el WhatsApp: o está o no está.

Hay un tiempo en que la mañana empieza a arrancar, con la brisa de la madrugada presente todavía pero ya en retirada, la temperatura anuncia que el día será bueno y la ciudad toma en fin de semana pausadamente vida. En esa hora, un café en una terraza, con la lectura de prensa y en buena compañía, es de los grandes placeres que da la vida. Hay que pasar por el quiosco, cargar bajo el brazo, sin bolsa claro, e irse a una terraza con sol y silencio a repasar la actualidad y a leer a quienes uno admira, de quienes aprende y a quienes le aportan siempre un ángulo nuevo para ver el mundo, para situarse ante la realidad. Es un tiempo de terraza hacia el interior de uno mismo, ni para ver ni para que te vean, para sentir que la vida regresa con fuerza y aprovechar para leer a quienes muestran caminos hasta entonces ignorados: nombres, títulos, lecturas, cine, exposiciones que harán más llevadera esta vida y permitirán construir mundos nuevos. Es un resucitar conjunto con la ciudad.

Creo que en esa mesa de la terraza, con los periódicos y un buen café, habrá que dejar siempre un espacio y unas sillas para la última de Miguel Olarte en El Progreso, para la sabiduría de Vargas Llosa en El País, para el editorial de Jean Daniel en Le Nouvel Observateur, par el whisky y el puro de Sagarra en La Vanguardia del domingo, para Lugilde y Julián Rodríguez en El Progreso, para el humor y la mala leche de Armas Marcelo cuando habla, o hablaba, de la tribu de escritores españoles, para el sabio análisis de Enric Juliana, para la edición de fin de semana de Le Monde y así, con seguridad, ese café de la mañana de un sábado o domingo se transforma definitivamente en una universidad del placer. Ya lo es.

El atractivo es mayor si el café que sirven es bueno, condición irrenunciable para Torrente Ballester, y el local y la terraza presentan algo de personalidad. Hay espacios que son plenos por sí mismos: un café en Montmartre, esas terrazas que hay en la Quintana compostelana, la Praza Maior de Lugo, la de Salamanca, irse por Roma a la busca y captura de ese local que Enric González sitúa próximo a Piazza Navona y donde, según él, sirven el mejor café de Roma; ahí se irá solo a tomar café. Para sentarse en una terraza, Roma ofrece todas las posibilidades.

No reniego, al contrario, de los Starbucks en cualquier ciudad donde los encuentre. Ya me gustaría uno en Lugo, frente a la catedral y la muralla.

El primer principio es que el café sea bueno. No siempre sucede así. Hay demasiado brebaje negro de ese que sirven en los desayunos de la mayoría de los hoteles.

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