La búsqueda y el vuelo
Se llamó, en un principio, así. James Arnold Horowitz. El asunto viene de su abuelo, que era polaco y, ya se imaginan, emigró. Permaneció con el apellido un tiempo. Ya llegaremos al cambio. Nació en Nueva York, en el año 1925 y allí fue donde estudió durante sus primeros años. Entonces viene lo de su padre, que se había graduado en West Point, esa prestigiosa Academia Militar que solemos conocer por las películas. Quizá por el peso del ejemplo, el modelo a seguir, quizá por otra cosa, James decidió rechazar su primera aspiración de ingresar en la universidad de Stanford o en el MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts). Lo cierto es que, en 1942, se fue también a West Point. Parece que le costó un poco integrar el fluir de la disciplina en su interior, pero que terminó por adaptarse y se graduó en 1945. Se hizo piloto. Lo destinaron primero a Filipinas y después a Japón. Ascendió. Y no es una metáfora. Fue nombrado teniente y destinado a Hawai; más tarde permanecería en la base aérea de Virginia hasta que llegó se presentó una —digamos— oportunidad.
Tras la Segunda Guerra Mundial, los mensajes voluntariosos de paz y cooperación calaron, momentáneamente, en algunos territorios, pero no en todos. En 1950 estalla la Guerra de Corea y Horowitz se ofrece voluntario. Un año después se casa con Ann Artemus y uno más tarde, es asignado a una unidad de élite cuya misión era cazar MIGs soviéticos. En 1952, pues, estuvo volando en combate y cazando, o tratando de. A estas alturas, y no es una metáfora, a pesar de que anteriormente no había pensado en la escritura como algo posible, comienza a escribir. Por las noches, durante la espera, en momentos, podemos suponer, en los que los pensamientos se agolpan de alguna manera especial. Para algunos, con un cierto sentido artístico. Tenía 27 años y lo que contaba era un poco lo que vivía y otro poco lo que sentía. Todo eso acabó siendo su primera novela titulada The Hunters (Los cazadores), que se publicaría en 1956 y que, dos años más tarde, sería estrenada en cine con un guion suyo titulado en España Entre dos pasiones.
Militar destinado a Europa
Entretanto fue destinado a Europa, estuvo en Alemania y en Francia: "Me gusta la Francia provinciana, la de los pueblos y ciudades pequeñas. Me gusta su aspecto y lo que podía haber sucedido en ellas". Después permaneció una larga temporada en la reserva hasta que llegó 1961 y vuelta a Europa. Recoge notas, observa, experimenta y escribe. Finalmente se muda a Nueva York con su familia y va a ser ahí, muy poco después, cuando realiza el giro. La pirueta. Abandona las Fuerzas Aéreas, se divorcia y se cambia el nombre. Escribir, renombrarse y volar de otra forma. A lo largo de su vida le daría vueltas a esa renuncia a pilotar. Sus experiencias alemanas las reflejó en un libro que no acabó de encontrar su lugar y que, en el año 2000 se publicaría con el título de Cassada. Y después ya no contó más cosas de guerra.
Su tercera novela, editada en España con el nombre de Juego y distracción, se publicó en 1967. El propio Salter dijo de ella que quería escribir: "Cosas que eran, en un cierto sentido, indecibles, y al mismo tiempo irresistibles". Y Muñoz Molina también escribió una vez: En A Sport and a Pastime (Juego y distracción) Salter logra lo que parece imposible, y de hecho casi siempre lo es: la dulzura explícita del sexo limpia de grosería, la sugestión de lo secreto y lo sagrado que ocurre entre dos amantes en el interior de una habitación, lo que es indecible y también irresistible, la mutua entrega y la desvergüenza amparadas tras la veladura del pudor". Pero, al mismo tiempo, es una novela en la que la voz del escritor encuentra su ritmo y su eco: "El relato del erotismo en esa novela es tan poderoso que puede hacerle a uno no prestar la suficiente atención a su sutileza constructiva".
Otro escritor, Reynolds Price, también comentó acerca de esta novela lo siguiente: "Es la narración más perfecta que conozco en las letras de habla inglesa. Es el retrato más brillante y desgarrador sobre la intoxicación sexual que he encontrado, y un ejercicio de prosa interrumpida, que me deja orgulloso de mi lengua materna y de este hombre valiente que trabajó para producirlo con tanta opulencia útil…". Fue la novela que consolidó su carrera como escritor.
Continuó dedicándose a escribir guiones para Hollywood y no fue hasta 1975 que salió otra novela suya a la luz. Light Years (Años luz). Tenía cincuenta años. En ella cuenta un final, o varios. El del amor, reflejado en un matrimonio que se oscurece y se pierde. El final de una vida familiar con un engranaje rodando ya a duras penas, y el final de una búsqueda hacia algo que podría ser perfecto, pero que nunca acaba siendo lo que se creía o lo que se esperaba o, simplemente, nunca había existido.
Se instala en Aspen con su nueva mujer, la escritora Kay Eldredge y cuatro años después un suceso dramático marca otro giro en su vida. Una de sus hijas, Allan, de visita en su casa de Aspen, muere electrocutada en la ducha y él la encuentra. Después de eso: "Era difícil escribir. El corazón que ponía en ello era débil. De nada servía, como en el demoledor relato de Chéjov, intentar contar a alguien la muerte de mi hija. Apenas conseguía mencionarla. En la realidad intenté olvidarla a ella y olvidar lo ocurrido". Se instalan en Nueva York y, en fin, sigue escribiendo.
Un escritor lúcido con observaciones agudas
En 1988 se edita un libro de relatos titulado Anochecer, merecedor del premio PEN/Faulkner y casi diez años después publicaría un libro de memorias llamado Quemar los días. Le siguió otro libro de relatos y ya, en 2013, con 87 años, escribe Todo lo que hay, que es un poco un compendio, un poco un recuerdo, un poco otra búsqueda. Impartió una serie de conferencias en la Universidad de Virginia que fueron recopiladas en un libro titulado como las charlas: El arte de la ficción y, de nuevo, Muñoz Molina escribió al respecto: "…Uno no puede creerse que esas palabras hayan sido escritas y dichas por un hombre de 89 años. Y el motivo no es el grado de lucidez que muestran y la agudeza de sus observaciones, sino el aire de asombro y de tanteo que irradia de ellas, de entusiasmo a la vez sobrio y romántico hacia el oficio de escribir y las posibilidades de la literatura.
Al filo de los 90 años, después de una vida entera en la que hizo casi de todo, desde escalar montañas a pilotar aviones de combate en la Guerra de Corea, después de sobreponerse durante mucho tiempo a la oscuridad que envolvía su trabajo, al desánimo de la falta de reconocimiento, James Salter habla delante de los alumnos de la Universidad de Virginia con una especie de cautelosa inocencia”. Y es eso. En el fondo es eso. Escribir así, de manera sigilosa y honrada, algo ingenua incluso, porque, aun después de todo lo vivido, eso que no sabemos bien definir, aunque nos empeñemos en hacerlo, eso que llamamos literatura, no se puede abordar desde las alturas, y no es, exactamente, una metáfora, sino desde una posición, bien terrestre, que es la de la incerteza y la pregunta.
James Salter fue así, escritor de culto para muchas generaciones, sin enormes éxitos ni los grandes aspavientos literarios correspondientes a cada época que le tocó vivir. Admirado, respetado y leído. Richard Ford dijo de él que era "el autor contemporáneo que escribe las mejores frases en inglés americano". Y Susan Sontag esto: "Salter es de los pocos autores norteamericanos de los que quiero leerlo todo". Pues eso: volar.