María Valcárcel

El pájaro raro

Fleur Jaeggy /ETERNA CADENCIA
Fleur Jaeggy /ETERNA CADENCIA
El pasado enero Tusquets editó en un volumen sus dos primeros textos y se propone la creación de la Biblioteca Fleur Jaeggy para publicar su obra completa. Es nuestra oportunidad para leerla

Dice: "Es difícil hablar de lo que escribo". O dice: "No sé explicar un libro mío. Una vez finalizado, el libro está fuera de casa. Queda algún resto, trozos de papel repartidos por acá y por allá, pero después se van ellos también". De su biografía se sabe poco: "Lo suficiente", dice. Lo que tenemos, entonces, es la dificultad. Trazos gruesos, casi impresiones, contadas certezas.

La fecha, 1940. El lugar, Zúrich. Allí nació y vivió sus primeros años. Después, un tiempo, con su abuela, al sur de Suiza. Una vez, recordó el jardín: "Era el jardín de mi abuela. Había palmeras, magnolias, rosas, camelias... Mi abuela lo tenía muy bien cuidado. Viví en casa de mi abuela desde los 5 a los 8 años, y algunas veces este jardín me vuelve a la mente. Hoy es un jardín que está muriendo, parece un jardín suicida. Recuerdo que pasaba muchas horas en aquel jardín. No sé qué pude descubrir, quizás descubrí la belleza, la soledad y quizás también la ruina de las cosas".

Su familia era de aquí y de allí, su madre de Italia, su padre suizo, parientes en Argentina, mezcolanza identitaria, también religiosa, y lingüística. Suiza está en su literatura: "En mis cuentos hay bastante presencia de Suiza. No sé bien por qué, quizás son cosas que conocí o vi durante la infancia. Después desaparecieron para reaparecer sin saber cuándo, por qué, cómo. Quién sabe, quizás mi padre, viajaba mucho en tren con él en verano, me decía todos los nombres de los lugares, de las montañas, lugares muy idílicos. Y quizás en estos lugares vi una profundidad." De Suiza hay el frío y la soledad, lo inquietante y puede que lo glacial. Quién sabe.

Después, durante la adolescencia, vive en varios internados, entre los que destaca el de Appenzell, por aparecer en una de sus novelas más conocidas, Los hermosos años del castigo, y acude a varios colegios suizos y romanos. "En Suiza he vivido poco, porque algunos años los pasé en un internado y el internado es un poco una zona franca de la humanidad. Por lo tanto, no se puede decir que viví verdaderamente en Suiza. Esta relación extraña con Suiza es muy importante. Si fuera una relación más cercana, sería mucho menos importante. Es la extrañeza, lo importante, la distancia."

Tiempo en París

Tras cumplir los 18 años, se va a París y, tras París, regresa a Roma. Allí conoce al escritor y editor Roberto Calasso, y a la poeta Ingeborg Bachmann, quienes se convertirían en marido y amiga, referentes inexorables de su intimidad. Fue ella, su amiga Ingeborg, quien la animó a publicar su primer texto El dedo en la boca y así lo hizo, en Adelphi Edizioni, la editorial en la que entró a trabajar y donde ya trabajaba, desde su fundación, Roberto Calasso. Con él se casó en 1968 y ambos se trasladaron a vivir a Milán.

En su casa se hablaba francés porque su madre lo había dispuesto, ya también el italiano y el alemán. Esta hibridación lingüística, que tiene que ver con el asunto de la pertenencia y la identidad, está reflejado también en sus libros: "Frecuentemente, tengo la sensación de que en el escribir nos visitan no solo los muertos, sino también la lengua que ellos arrastran, una lengua que vuelve. Cuando escribo, entro en otro paisaje, un paisaje del norte, lugares que llamaría alemanes. El paisaje se convierte en una lengua. A trazos, el alemán se hace una lengua imaginaria, una lengua que se me escapa como si fuera una persona, intento apropiarme de ella, pero prefiere quedarse en el sueño. Por eso llamo al alemán la lengua perdida. La relación que se tiene con las cosas perdidas es misteriosa, por una parte, la renuncia y por la otra casi una pasión, algo parecido al deseo de posesión. Lo que es imaginario aferra, mi alemán está hecho de lagunas. Es laguna, ausencia, vacío, y es justo esta ausencia la que hace la lengua alemana tan decisiva para mí".  Así pues. Lenguas perdidas o reencontradas en instantes en que la literatura tiene que expresarse de ese modo y de ningún otro. A veces, sus personajes dicen en alemán o dicen en francés, aunque hablen en italiano. Y quizá sea porque detrás de la lengua está una forma del ser y quizá sea porque esa configuración es exclusiva y absolutamente intransferible. Quién sabe.

Estamos, entonces, en los márgenes. Saliéndonos de todo paisaje conocido. Fleur Jaeggy no se ha dejado atrapar por una visión de la literatura que pasa por lo público y sus actuaciones y sus falsedades y todo lo que tiene de representación y máscara. Ha querido salir de ahí o, directamente, no entrar. Y prácticamente lo ha conseguido. Muy pocas entrevistas, apenas fotografías, unas cuantas declaraciones en algún acto al que ha accedido a asistir. Para recalcar cosas como el alejamiento de su yo con sus obras, negar el solapamiento de su biografía con la de sus personajes. Le importa la literatura. Y sí, podríamos escribirlo en mayúscula. Literatura. De ella, en un acto que tuvo lugar en 2003, con motivo de la presentación de su libro Proleterka en la Casa Italiana de la Nueva York University, habló Susan Sontag y dijo esto: "Fleur Jaeggy es una escritora radical, que no se adapta a las expectativas comunes. Como lectora, pido a la literatura que sea emocionante, exultante, sorprendente, intensa, y encuentro cada uno de estos aspectos en la obra de Fleur Jaeggy. Una de las características de su trabajo es el cosmopolitismo. Es una escritora con orígenes lingüísticos y culturales múltiples, escribe en italiano, pero el mundo germánico forma parte de su bagaje cultural". 

Una literatura de la que no se sale indemne

Emocionante, exultante, sorprendente, intensa y cosmopolita. Sus personajes tienen el hielo metido en las entrañas. El mundo les resulta extraño, inhóspito y mortuorio. Subsistir ahí, resistir ahí, en esa cueva gélida no resulta fácil. Muchas de sus protagonistas son niñas, adolescentes, sin nombre y con destino fatal. Que quizá busquen algo porque no parece que pertenezcan a nada. Hay, por tanto, desolación suficiente y desarraigo infinito. Imposible de cubrir o, siquiera, de disimular. Resulta complicado adentrarse en la literatura de Fleur Jaeggy y salir indemne. Ese daño que nos llevamos a cuestas tras leerla es, por así decir, el daño del mundo y, al mismo tiempo, la explosión de la literatura. Es como si la literatura —podríamos escribirlo en mayúscula—, es como si la Literatura estallara dentro de nosotros. La experiencia lectora de Fleur Jaeggy es una detonación. O dicho de otro modo. Es un enorme riesgo. 

Hay una belleza tremendamente poderosa y, a la vez, insólita y oscura en las historias que crea Jaeggy. La escritora italiana, Anna María Ortese, declaró en una ocasión que su "obra era como un pájaro raro en medio de la literatura italiana":  "¿Sabe por qué defiendo de esta manera tan segura la presencia de estos pequeños-grandes libros en Italia? Porque estos se alzan como raros pájaros blancos, pájaros de especies desconocidas, sobre las lagunas, más o menos mortíferas, del sentimiento italiano de las mujeres que escriben que a mí se me presentan solo como sentimentalismo odioso, incluso cuando el estilo se adueña de todos los modos de nuestra siempre infeliz madurez. Estoy contenta de poderle decir esto, Fleur: que usted ha lanzado una flecha a favor de una nueva escritura, que ya no es femenina, gracias a Dios, sino solo de niños que llevan a sus espaldas el dolor, el conocimiento, la curiosidad y la singular gracia desde hace muchos siglos".

Y es bonito pensar eso. Un pájaro imposible de capturar, imposible de alcanzar, imposible de conocer. Pero que nos deslumbra.

Actualmente sigue viviendo en Milán, tiene 84 y mantiene su distancia con respecto al mundo. Seguirá rechazando la relación entre sus personajes y su propia vida y podremos seguir pensando que vida y obra, del modo que sea, se entrelazan y viven, a pesar de todo, y, en el caso de Fleur Jaeggy, vuelan.

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