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La desmesura de las obsesiones

Vamos y volvemos a Lieja al igual que corre el siglo XX en el marco de la historia, a trompicones y a excesos. Con desmesura. Se diría que Georges Simenon quiere, durante toda su vida, cerrar un círculo que abrió al nacer, un día después de lo que rezan los registros oficiales. Pero era viernes, era 13, y una madre supersticiosa, terriblemente voluble, se las arregló para atrasar la fecha en los papeles y en la conciencia.

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ESE IR Y VENIR emocional, que se traduce en acciones, nos lleva por pasajes en los que la ambición, la constancia, la huida y la búsqueda son los componentes indispensables de la narración. Nos encontramos en Bélgica y está echando a andar la centuria. En 1903, el hogar de Désiré y Henriette Simenon no era distinto, ni más grande, ni más espacioso, ni menos frío que los otros del barrio; humilde, gris y con los muros de clase cerrando con llave las oportunidades. Sin embargo, este Désiré, grandullón, de mostacho impecable y andares elegantes, se sentía feliz.  "Nunca olvidaré, que acabas de darme la mayor alegría que una mujer pueda dar a un hombre", le dijo a su esposa en el mismo instante de en que vio al recién nacido. Por el interior de Henriette, no obstante, otros mundos estaban en conflicto, demasiado ajenos a esa felicidad.

De ascendencia holandesa, aquella mujer frágil, acostumbrada a pasar desapercibida, a mimetizarse con el paisaje de los sobrevivientes, para los Simenon, especialmente para la matriarca, era una desafortunada elección por parte de su Desiré. Una y mil veces repudió ese matrimonio. Esa nuera. La felicidad de Désiré contrasta con el remolino que se mueve en el fondo de Henriette a una velocidad cada vez mayor. Y que se traga todo. Todo.

"Mientras viviste nunca nos quisimos, bien lo sabes. Los dos fingimos". Es Georges Simenon, el mundialmente famoso escritor, 61 años después de haber nacido, contándole a su madre muerta lo que no fue capaz de decirle en vida. Entre esos dos momentos, se suceden torbellinos que configuran dos historias, una mundial y una individual, con consecuencias que, si no se entrelazan, sí discurren paralelas y sí se cruzan, y también, sí, muchas veces, se acaban perdiendo.

El pequeño Georges es precoz y es inestable. Convulso. Se curva hacia el cariño desinteresado que le ofrece Désiré, hombre conformista, optimista, simple. Y se tensa ante la ausencia de amor de Henriette, que prefiere al otro, al pequeño, al Christian adorado. "¿Qué le has hecho otra vez? Yo no le había hecho nada. Ahora me pregunto si no sería necesario que hubiese un villano en la familia y que ese villano fuese yo". Lee con ahínco, con urgencia; la atmósfera de su casa, de su escuela, de su mundo, lo asfixia.

Se une a un grupo de artistas que recorren las calles dispuestos a desafiar al mundo inspirados por enormes dosis de alcohol, sexo y drogas 

A los doce años descubre la sexualidad y comienza a construir, sin mirar atrás, su propia burbuja. A los quince recorre prostíbulos, abandona el colegio y un año más tarde comienza a trabajar como reportero en la Gazette de Liége, el periódico local. Se une a un grupo llamado La Caque, formado por artistas en ciernes que recorren las calles dispuestos a desafiar al mundo inspirados por enormes dosis de alcohol, sexo y drogas. Simenon, entretanto, teje su tela de araña, lugar desde el que dominará, lugar solitario, a pesar de todo.

Es el momento de irse. Bélgica agobia, su padre muere, su madre desconfía, ataca, reclama atención. Ha pasado la Primera Guerra Mundial por los corazones de todos. Pero, aunque invisible a los demás, existe una línea ya trazada en el de George Simenon. Una vida de farándula, una búsqueda de un honor perdido quién sabe dónde. Quizá sienta que allí, en Lieja, en el pasado.

Los contactos que le proporciona su trabajo en el periódico y determinadas conexiones familiares le ayudan a posicionarse en el punto de salida. Escribe. Primero relatos, que publica en diversos periódicos y revistas y después lo que se conoce como novelas populares. Con un seudónimo no demasiado alejado de sí mismo: Georges Sim. Su ritmo es frenético. Escribe como si escapara. Va y viene sin parar. Se cambia continuamente de casa, se hace construir un barco, se muda a un castillo. Esta década parisina le reporta beneficios que ya no dejará de tener, en forma de dinero y en forma de reconocimiento. Tiene una esposa a la que engaña. Después vendrán más. Más así.
"¿Por qué has venido, Georges?". En el libro Carta a mi madre, Simenon evoca esa pregunta que parece derivar en un cuestionamiento más profundo. "Esa breve frase tal vez sea la explicación de toda tu vida… Nunca creíste en nadie. Siempre, por muy lejos que me remonte en mis recuerdos, sospechaste en los demás la mentira y el interés." Tal vez por eso, Simenon corre, corre, corre. En una semana escribe un libro. No corrige. Produce. Él mismo llama a lo que hace "la fábrica Simenon". Sus novelas y sus cuentos los consume, como diría la intelectualidad parisina, el vulgo. Son ligeros, son eróticos, son humorísticos, son románticos, son de aventuras. Pero no son literatura seria. "Novela dura", la llama él.

Tras coger fondo con la novela detectivesca en la revista Détective, en la que sigue publicando como Georges Sim, inicia el acercamiento a Gallimard, a quien no convence para entrar en la órbita de la alta cultura. Sin embargo, es en los pasillos, fuera de los despachos de la élite, donde Simenon se topa con André Gide, que le da coraje, que le impulsa a seguir.

El exceso continúa, el dinero entra sin freno, Francia se hace pequeña. Pone rumbo a África, después decide dar la vuelta al mundo

Nace Maigret, ese comisario que romperá los tópicos del género y que será alabado en todas las esferas. Simenon es comparado con Balzac por su comprensión de la naturaleza humana, por un reflejo lúcido de la realidad. Nace con él, también, el espectáculo. Simenon y el márketing. De la mano de su editor, Fayard, presenta dos novelas en lo que se da en llamar baile antropométrico, que no es otra cosa que una fiesta en un cabaret, que no es otra cosa que todo París allí metido disfrazado de gánster o prostituta. El exceso continúa, el dinero entra sin freno, Francia se hace pequeña. Pone rumbo a África, después decide dar la vuelta al mundo. Y escribe, escribe, escribe. Artículos, novelas populares, nuevas tramas de Maigret. Y en 1934 conquista la cúspide y entra en Gallimard con sus novelas duras. La literatura con mayúsculas le abre la puerta. 
—¿Está de verdad pagada esta propiedad? ¿Tiene muchas deudas mi hijo?
—En cincuenta años nunca pude convencerte de que trabajaba y me ganaba la vida.

La obsesión por el éxito, por ser alguien, por salir de la Lieja natal y no volver. Aunque vuelva. Sus novelas comienzan a llevarse al cine y después llega la Segunda Guerra junto con su primer hijo. Con las mismas pulsiones y un posicionamiento ambiguo durante la contienda. Georges Simenon refuerza la tela de araña mientras a su alrededor todo se rompe. En 1945 se va a América y América será conquistada. Se divorcia, se vuelve a casar, tiene otro hijo. Corre, corre, corre. Solo tiene 42 años. Va y vuelve. Siempre vuelve. Se cambia de casa constantemente, busca cosas que no encuentra. Al inicio de la década de los 50 decide retornar a Europa, a Lieja, pisar su antiguo barrio otra vez. No viene igual que se fue. Se establece en el sureste de Francia, se repliega y se expande; violentamente unas veces, serenamente otras, pocas otras. Nace su hija y él es un hombre feliz que recuerda a su padre. Pipa en la boca, porte interesante. Pero bascula hacia su madre. Con la sensibilidad a flor de piel, con manías, con incontables encuentros sexuales, con alcohol, con novelas, con dinero. Su mujer es internada en una clínica psiquiátrica; mientras, su hija crece en ese ir, venir, volver. 
En un breve encuentro en Lieja, de nuevo, su madre.
—Qué pena, Georges, que fuera Christian el que muriese.
—¿Acaso no quería decir eso que, a tu juicio, según tu corazón, era yo el primero que debería haber desaparecido?.

Tiene otro hijo con una tercera mujer y, a finales de los 60, muere su hija. Se suicida. El ritmo decrece. Poco a poco deja de escribir. Enferma. Se para. La tela de araña, durante un instante, recibe la luz. Son cadáveres lo que deja al descubierto.

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