Opinión

Más ratones coloraos

Era viernes y me encontraba en la oficina cuando me llegaron por los auriculares los primeros aplausos. Se me erizó la piel y estaría así durante largo rato, quizás así sea hasta que deje de acordarme. El paso fúnebre, el féretro de María Jiménez, entraba en Triana, su barrio, entre salves, palmas, guitarras, cantos y oles.
María Jiménez. JULIÁN MARTÍN (EFE)
photo_camera María Jiménez. JULIÁN MARTÍN (EFE)

La muerte de la cantante me pilló de sorpresa tras sus achaques de salud, los cuales siempre creo que predicen más o menos una década más de vida. En este caso, lo vivido de más pareció ser un préstamo. Su despedida final fue uno de esos momentos en los que la pasión supera cualquier dique, como ocurrió con el velatorio de Mercedes Sosa, y la voz del mundo devolvió a su cantora los servicios prestados y todas las emociones insufladas al espíritu flaco que dejan los malos tiempos.

De María Jiménez no todo era oro, pero lo que brillaba era flamígero. Apeló y accederá siempre a un lado visceral que he enterrado bajo la razón, a un instinto animal que me hace creer que sí, que mi corazón, como el suyo, late con más raza. Esos suburbios espirituales y físicos que la encumbraron, ese marquesado de los parias que llevó por estandarte, es el punto común de su gente más querida, la que el resto del mundo no deseaba en su mesa. Pero también acoge a los que en ocasiones rechazamos por orgullo esa silla, ese plato y ese servicio, los que preferimos dar la mano a una pareja de baile poco recomendable.

Lo canalla y la quincalla se juntaban en su figura sin disimulo, también a su alrededor. Esas personas buscavidas y los bohemios que las imitan fueron llamados en letra de Sabina, pero infinitamente mejor cantado por María Jiménez, "ratones coloraos". Estos ratones coloraos son los que habitan el campo, más listos y avispados que los de ciudad, ratones de cola larga y cuerpo menudo, de pelaje pardo. Criaturas de olfato e instinto, de supervivencia real y no fingida.

María Jiménez. JULIÁN MARTÍN (EFE)
María Jiménez. JULIÁN MARTÍN (EFE)

La semana pasada en el puerto de A Coruña, lejos en tiempo y espacio del paso fúnebre de María Jiménez, se subieron al escenario del ciclo de conciertos Noites do Porto cinco ratones coloraos, dos de ellos con una presencia distinguida entre el grupo. La Plazuela es una revelación musical, poseen un sonido que ubicamos en un pasado muy cercano y, sin embargo, conservan la capacidad de sorprender porque viven en el presente. Esta banda granadina, "de Graná" que dirían ellos, es todo lo canalla que se le puede pedir a quien tiene la calle como primera piel. Su cante es lo que queda roto en la garganta después de las noches de jaleo empatando con turnos de trabajo que nada guardan en común con la música.

Resulta tan imposible obviar los palos, las palmas y los ritmos de raíz folclórica que inundan cada pista del disco debut de La Plazuela, Roneo Funk Club, como lo es ignorar el homenaje a la música electrónica en sus múltiples formas en todas sus melodías. Esta desgastada combinación, machacada hasta la extenuación, todavía logra sorprender por la genuina raza y el talento de Manuel Hidalgo Sierra y Luis Abril Martín, las caras visibles de La Plazuela y las voces que se abrieron paso tras el rastro del tabaco en el puerto de A Coruña.

Desde el presente, escuchar a este joven grupo se asemeja al retorno de los pantalones campana, las chaquetas de cuero y los polos camiseros de estampado hexagonal; todo ello en tonos que combinan el granate con el marrón y algún cálido tono pastel. Pero al mirarlos no se mantiene ese espejismo porque, de manera correcta, han recogido sus tradiciones sin diluir el motivo que los llevó a cantar a la primera escarcha de la mañana, la que les moja el pelo volviendo de fiesta acompañados por las miradas de esas vecinas disgustadas con los chavales que amablemente desean un buen día. Liberados de lo quinqui, se sirven de lo canalla. Quizás todo esto sea posible por lo que cuentan en El lao de la pena, porque "las modas de Madrid a Graná no nos llegan".

Pese a todo, no debe perderse de vista el mensaje que La Plazuela deja casi constante tras las cataratas de sonidos entremezclados y los pasajes en referencia a sus amadas. Sus historias del hombre hecho a sí mismo frente a lo marginal, de la voluntad por sobrevivir en el hábitat menos amable, dan cuenta de lo que todavía ocurre mientras se aparta la vista. Nos cantan desde el orgullo del barrio que supera sus penurias sin dejar de vociferarlas para que a nadie se le olvide de dónde vienen.

Frente a aquel escenario en el puerto de A Coruña, las manos de muchos no pudieron quedarse quietas y pausadas. Se alzaron y movieron como molinillos que invitaban a repetir y se golpeaban arrítmicas con emoción de palmas ignorantes de compás. Los entiendo, no solo porque lo padecí de igual modo, sino porque identifico ese hormigueo en las vísceras que me lleva a sacudirme la camisa, a golpear con los talones en el suelo, a no aguantarme la corriente que corre por mis nervios y controla mis espasmos.

Querida María, tu legado queda bien guardado por más ratones coloraos a un lado y otro de la barrera. La Plazuela, como ellos mismos cantan, son la voz del tiempo que no les van a quitar en los entremeses y obstáculos que llenan la vida de los demás. "Tú, que reniegas de convenciones, déjate la vida viviendo para luego cantármela", les exigiría de tenerlos cara a cara. Porque para mí, mi calle tampoco es ya mi calle, y yo , por momentos, tampoco soy yo.

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