Oliver Sacks, con la humanidad por delante
QUERIDOS mamá y papá: Tal vez os había ocultado alguna de las arbitrariedades de la vida en la Ucla. En general, en las universidades americanas hay menos formalidad, pero más rigidez, que en las inglesas. En consecuencia, algunas de mis idiosincrasias —relativamente inofensivas: a saber, el desorden, la impuntualidad, mi gran tamaño, mi andar de pato, mi medio de transporte, etc.— habían atraído una atención divertida, pero hostil, e incluso pusieron en peligro mi puesto de trabajo. Me dijeron que más me valía reformarme o me quedaría sin trabajo. Con esta espada de Damocles sobre mi cabeza, tanto más dolorosa cuanto que me consideraba básicamente un médico bueno y responsable, me encontré, naturalmente, en un estado de ansiedad".
Esta carta la escribió Oliver Sacks, un neurólogo que no solamente quiso ser neurólogo porque, dentro de sí, había demasiadas cosas en conflicto, pugnando por salir y expresarse, demasiadas preguntas o demasiada sed. Un ansia. Era 1964, él tenía treinta años y habían sucedido ya importantes acontecimientos que, en función de qué ojos y qué diagnósticos, podían haberse calificado de traumas o, al menos, de hitos psicológicamente reseñables en la vida de todo ser. Para ofrecer contexto: Mamá era Muriel Landau, cirujana —una de las primeras de Inglaterra y ginecóloga, y papá era Samuel Sacks, médico generalista.
Las conversaciones hogareñas, si son dados o dadas a imaginar, giraban en torno a historias clínicas, diagnósticos y, en fin, cuestiones relativas a la salud y la enfermedad que podríamos pensar nada apetecibles para combinar con la tostada del desayuno. Al estallar la Segunda Guerra Mundial, los enviaron a él y a su hermano Michael a un internado fuera de Londres. Durante su estancia allí hubo más momentos de sufrimiento que de felicidad.
El aprendizaje se desarrolló al pasar por un proceso profundo de aislamiento, maltrato e incomprensión. Se volvió un niño silencioso, reflexivo, muy sensible. El viaje iniciático de Michael, sin embargo, transcurrió por otra vía, que fue la de la esquizofrenia, cuyos primeros síntomas comenzaron a manifestarse en esos años de guerra, privación y soledad. Todo ello pudo ser el germen del futuro interés de Oliver por comprender los mundos interiores —tan fascinantes, diversos y, a veces, inalcanzables— de los seres humanos. Se suele contar que de la nefasta experiencia escolar lo salvó la tabla periódica.
Con una devoción obsesiva, a los 14 años, se internó en el universo de la química. Compuestos, pipetas, probetas; todo tipo de instrumentos que ayudaban a Oliver a alejarse de una realidad en la que ya tenía claro que no acababa de encajar. Una imagen de 1999 en la que viste una camiseta con los elementos químicos impresos certifica que aquella pasión siempre tuvo su sentido. Dejó, además otro testimonio, esta vez en forma de libro, en el que cuenta ese período. El tío Tungsteno: recuerdos de un químico precoz, publicado en España en 2003, habla de la significación emocional. De cómo la química, la curiosidad intelectual, la necesidad de respuestas, llenas cosas dentro que están tristemente vacías.
"Queridos mamá + papá: Esta será una nota breve, pero mejor eso que nada. Siento haberos preocupado, y temo que mi telegrama —egoístamente— pueda haberos inquietado aún más. Después de una breve euforia, caí en una depresión mórbida, me sentí alejado de todo el mundo, sin esperanza, sin valor, vacío. Había tocado fondo. Todos los síntomas melancólicos convencionales. Afortunadamente creo que ahora estoy saliendo a flote, en parte con algo de psicoterapia, y sobre todo al comprender —aunque lo niegue constantemente— que mirar por un microscopio me desquicia y que necesito volver de alguna manera al trabajo clínico".
Estamos en 1966 y los vaivenes emocionales y profesionales son una constante en la vida de Oliver Sacks. Quiere ver a pacientes, después no quiere ver a pacientes porque se cuestiona su validez como médico. Quiere trabajar en laboratorio, pero después no quiere hacerlo porque necesita la conexión con los pacientes. Como vemos, está confuso. Quizá podamos llamar a esta, fase de experimentación.
Tras estudiar Medicina en Oxford, al igual que el resto de sus hermanos exceptuando a Michael, encontró Londres demasiado encerrado en un sistema rígido de usos y costumbres que chocaban directamente con su naturaleza inconformista. Había más razones. Su homosexualidad, fuente de herida abierta durante la mayor parte de su vida, confesada a su madre a los o años y rechazada por esta en términos devastadores para él. Su carácter cambiante, que ofrecía pocas garantías si se pensaba en un futuro estable, como buen londinense y, por cierto, buen judío. Porque su familia era otro foco de ansiedad para él. Así que decidió marcharse a América, a experimentar.
En aquella época Oliver era un joven de complexión fuerte, por temporadas con sobrepeso, y con enormes deseos de conocerlo todo: la escalada, la pesca, el submarinismo, el esquí, el fisioculturismo y las motos. Se presentaba al trabajo con aspecto de haber salido de Easy Rider, en ocasiones tarde y con una compulsión probablemente situada en los límites de lo aceptable. Esto último se debía a las anfetaminas y sustancias varias que formaron parte de esa especie de torbellino interior, inmensamente veloz, imparable. Después, bueno, el bajón. Depresiones paralizantes, aislamiento, dolor.
Y entonces llegó el Beth Abraham Hospital, un centro desolado, un final. Allí estaban internados pacientes con enfermedades neurológicas crónicas, allí solo había lugar para el tiempo detenido. Sacks observó el lugar, a las personas. Había un grupo que le llamó la atención especialmente, sobrevivientes de una epidemia de encefalitis letárgica que había tenido lugar en los años 20. Estaban sin estar. Y se fijó en ellos, comenzó a estudiar su caso, los trató de determinadas maneras, con determinados fármacos. Fruto de ello fueron breves despertares.
ngañosas vueltas a la vida. Y entonces se puso a escribir. Ya venía haciéndolo, diarios, larguísimas cartas, artículos científicos. Pero con Despertares cambió el curso de su historia. No de inmediato. La comunidad médica no entendió del todo ese enfoque personal-narrativo-científico. La comunidad literaria, el público lector, sí lo hizo.
Así que, poco a poco, fue deshaciéndose de ataduras morales, de dictados familiares, de la psicodelia en parte liberadora, en parte no. Y fue enfocando su proyecto vital hacia una comprensión delicada, profundamente empática y significativamente humana de las personas y de sí mismo. "Ojalá viviéramos en un mundo más sencillo e inocente", dejó escrito en una carta. Ese afán, a la vez nostálgico y esperanzado, lo llevó a seguir escribiendo libros a partir de sus experiencias como médico, a partir de sus diagnósticos, sus análisis, sus investigaciones. Y, sobre todo, en base a su observación meticulosa y cercana de unos pacientes que no estaban acostumbrados a ser el centro de atención. El hombre que confundió a su mujer con un sombrero o Veo una voz: viaje al mundo de los sordos, son ejemplos de esta convergencia de saberes y su plasmación en el papel.
Su fama fue creciendo, su prestigio también. Llegó Despertares, la película y el reconocimiento fue mundial. En 2015 se publicó su autobiografía En movimiento. Una vida en la que habló, por primera vez de su historia, de sus amores, de sus vacíos. A los 65 años encontró el amor, que pudo vivir plenamente, y fue feliz. Después le diagnosticaron un cáncer y, a partir de ahí, escribió cartas, escribió ensayos, escribió y escribió para despedirse. Tenía 82 años y durante su vida, a lo largo de su carrera, trató de aproximarse a los otros siempre con la humanidad por delante. Le honra.