Opinión

Pobre tonto

Hay situaciones en las que salta a la vista que no me entero de qué va esto
La Chaqueta Metálica

La típica conversación con compañeros de trabajo. No una reunión de trabajo, organizada y que forme parte de la jornada laboral, donde discutamos y tomemos decisiones, sino cualquier encuentro informal, distendido y se supone que espontáneo. A veces en el café, otras por los pasillos, o comiendo, o al coincidir fuera, en la calle. Y surge el tema, nuestro tema, al que nos dedicamos, el que nos ocupa.

Hace unos años, cuando estuve en la directiva de una asociación de vecinos, me sucedía a veces hablando con gente de otros barrios sobre problemas comunes. Y, si estuviese en alguna asociación cultural o en un partido político, estoy seguro de que me pasaría lo mismo.

En esos momentos, y dado que el tema a mí me gusta y me importa —porque tengo la enorme fortuna de trabajar en algo que me gusta y me importa—, entro en materia y hablo con interés: expongo mi punto de vista, describo qué problemas veo, comento hacia dónde creo yo que deberíamos ir y, si me atrevo, aventuro alguna propuesta, alguna receta mía. Voy hablando, a veces acalorándome, siempre deteniéndome a dar explicaciones y casi siempre convencido de que de intercambios así, si se hacen en serio y con las personas adecuadas, puede salir algo útil.

Y entonces, no sé si en la mayoría de los casos, pero sí en muchos, en demasiados, de repente se me cae la venda de los ojos, miro bien, escudriño la cara de mi interlocutor y veo la luz: se la pela. 

Le da igual. Está hablando de eso, de lo que nos traemos entre manos, porque es lo que toca, porque precisamente es lo que nos traemos entre manos. Pero no le interesa. Mantiene el tipo, da opiniones —al fin y al cabo trabaja en eso, así que alguna tiene—, repite teorías, niega o asiente, e incluso puede exponer alguna idea propia. Pero se la trae al pairo. Y en cuanto nos cambien la tarea él también cambiará de tema, y pasará a hacer lo mismo con la nueva. Siempre desde un interés mínimo, desde un compromiso superficial, desde una implicación meramente cosmética.

Y no es solo eso. No se trata solo de que nuestras actitudes y nuestros planteamientos sean diferentes. Hay algo más: cree que soy tonto. Entre frase y frase mía, y más cuanto más me entusiasmo y más preocupado me muestro, veo en su mirada un pensamiento claro que a duras penas trata de disimular: este tío —o sea, yo— no se entera.

Y tienen razón: no me entero. No me entero de que, con mucha frecuencia, de lo que va todo esto es de aparentar. De que esas charlas, esas reuniones, esos corrillos, son a menudo solo un escaparate, un mercado de la imagen, la ocasión para comprar y vender. Que se habla, se discute y se opina, sí, pero en una especie de actuación, de puesta en escena donde lo que se persigue es causar una impresión, explorar el terreno, buscar oportunidades o tejer lazos; y el tema, ese tema en el que yo estoy tan interesado y del que puedo estar hablando horas, no es más que una excusa, el decorado de fondo del verdadero juego. Aquí todo el mundo habla desde una cautela calculada, y por dentro se escandalizan y se apiadan de mi imprudencia. 

Me lo tomo en serio, me preocupo, me ilusiono y me indigno: no me entero. Y donde los demás se mueven de acuerdo con unas prioridades claras, donde tantean, hablan y callan siguiendo la táctica que con mayor o menor acierto han planeado, donde interpretan su papel, yo, pobre tonto, me muestro como un libro abierto, sin darme cuenta de qué ingenuo soy. Reunión tras reunión, saben nadar y guardar la ropa. En cambio, yo me tiro de cabeza al agua sin mirar atrás.

Supongo que es algo generalizado. Que les pasa a muchos. Que, de hecho, el mundo se divide entre los que se enteran y los que no. Entre los listos y los pardillos. Debe de ser la manida división entre halcones —o gavilanes, que diría Pablo Abraira— y palomas. Y que son los halcones los que, entretenidos con nosotros, casi conmovidos por nuestra candidez, nos ven hablar, trabajar, preocuparnos, lamentarnos y emocionarnos, y contemplan con una sonrisa de conmiseración cómo las palomas aleteamos con muchas ganas pero poca vista. Que son los listos los que, mientras nosotros le damos vueltas y vueltas concienzudamente a, por ejemplo, cómo deberíamos podar los rosales, y los cuidamos y mimamos cada día, se llevan las rosas.

Y, sin embargo, y a pesar de todo eso, a pesar de los pobres réditos que me depara mi actitud, no me cambiaría, ni aunque fuera capaz. Entre otras cosas, porque creo que somos esos pardillos, con interés pero desinteresados, los que mejoramos el mundo. Ni más ni menos.

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