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La vida en pausa

Unos cofrades durante la Procesión del Santo Entierro. EFE
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HAY MOMENTOS en los que parece que la vida quisiera detenerse. Esos instantes trascendentales hacia los que se lanzan en algún momento todas las vidas, como mariposas a la luz. Las voces alrededor suenan como si sumerges la cabeza y la hipoteca en un baño de agua a 38 grados. La realidad queda suspendida en el aire. Los segundos desaceleran y hasta puedes llegar a escuchar los latidos de tu corazón con tanta intensidad que pareciese querer abandonar su sitio. Los filósofos, los clásicos ya hablaban de la iluminación de la conciencia. El aquí y ahora o la eterna discusión sobre la existencia del tiempo. Hay estudios científicos que aseguran que no es más que la reacción del misterioso cerebro cuando se enfrenta a momentos de gran intensidad o peligro. Para los creyentes se atisba como una ventana abierta al más allá. Algo místico, tal vez. Para mi amiga N. es el preludio de un ataque de ansiedad y para mí una excusa para venir aquí y contarlo.

A mí la vida se me paró cuando supe del nacimiento de mi hermano. Con ocho años me di cuenta, no sé si por primera vez, de que tenía los pies en el suelo, que era un ser diminuto bajo un cielo de inmensas estrellas, aunque cinco minutos antes saltaba en la cama de mis primos mientras me ponía el pijama con la única preocupación de alargar el juego. Escuché una conversación telefónica e inmediatamente crecí al menos un par de centímetros o de años. Sabía que algo grande había sucedido y la emoción empezó a agitar mi desconcierto.

La segunda vez tuvo lugar durante una conversación en la cafetería de un hospital de A Coruña al que los nacidos en Lugo solo vamos cuando las cosas se ponen feas. Allí nos dieron la noticia de que ya nada volvería a seguir igual a dos adolescentes con un torrente de pájaros y hormonas corriendo por la mente y las venas. Veía a la médica mover los labios, pero no podía oír nada, y veía las lágrimas de mi hermana brotar a borbotones, pero no pude controlar la risa y los nervios a partes iguales. Mi reacción fue de incredulidad absoluta, como si estuviese protagonizando una vida que no era la mía. Durante al menos un tiempo creí estar viviendo en una película y las películas, entonces, siempre tenían un final feliz. Pero por más que lo deseé la Bella Durmiente no despertó de su profundo sueño y no hubo perdices, aunque por el camino aprendimos tanto que llegué a intuir lo que significaba ser madre cuando simplemente había sido hija y a descubrir que la salud es frágil, pero los sueños pueden ser eternos.

Ha habido al menos tres momentos más en mi vida que he visto pasar a cámara lenta, como si hubiese salido de mi propio cuerpo durante un instante. Me recreo en ellos algunas noches, al pie de la cama de mis pequeños, mientras les cuento cómo lucía el sol el día que nacieron, lo cálido que fue el primer abrazo que nos dimos, de qué manera tan tierna movían sus manitas o cuántos minutos era capaz de quedarme mirando para ellos observando simplemente cómo dormían. Me aterra olvidarlos porque son mi mayor tesoro.

Algunos instantes son realmente curiosos. Estos días nos han mostrado que en algunos lugares donde el sol se muestra espléndido ha habido multitud de hombres y mujeres semidesnudos en la playa con el pensamiento de vacaciones, y el viernes santo me crucé con una mirada que traspasaba un capirote morado que me sobrecogió de tal manera que creí ser yo la que observaba el mundo bajo aquel capuchón. A su lado, los pies de un costalero sobre el asfalto frío y todavía húmedo procesionaba lentamente, con la conciencia sobre los hombros y la vida en pausa.

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