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Cachitos

Estos días hemos aprendido algo muy importante: descuartizar personas está mal, incluso si son periodistas, pero solo si salpicas

ESTAMOS TENIENDO unos días muy didácticos en los que estamos aprendiendo mucho. Lo principal, que descuartizar personas está mal, algo que ya no se puede dar por sobreentendido y que no está de más recordar cada cierto tiempo. Está mal incluso si son periodistas, otra cosa que no siempre y en todo lugar está clara. De hecho, conozco personalmente a algunas personas que consideran que el estado natural del periodista es decapitado, que el periodista ni se crea ni se destruye, solo se trocea.

Pues no, resulta que descuartizar personas, incluso periodistas, está muy feo. En la mayoría de los casos, pero sobre todo si las descuartizas mal y te pillan, por chapucero, porque mientras las desmiembres de manera discreta, como siempre se ha hecho, no hay mayor problema. Cada uno en su casa y un trocito en la de todos. Es decir, lo que está realmente mal es salpicar.

Dentro de unos días, de Jamal Khashoggi solo quedarán unas cuantas necrológicas hipócritas

Lo sabemos ahora porque nos lo ha dicho Erdogan, que es el Steve Jobs de este campo del conocimiento. El dirigente turco ha convertido su país en el mayor centro de desaparición de periodistas, y personas molestas en general, del mundo, quizás solo igualado por los cárteles de la droga de México. Así que cuando Erdogan habla, el mundo escucha. La muerte de Jamal Khashoggi en la embajada de Arabia Saudí en Turquía ha sido "un asesinato político planificado", ha detallado, para asegurar después que "Turquía será persistente en el seguimiento de este incidente en nombre de la comunidad internacional y como representante de la conciencia de la humanidad", lo cual nos ha dejado a todos mucho más tranquilos. Si está él sobre el asunto, no hay de qué preocuparse, la verdad será mostrada, entera o a pedazos si se resiste.

Está claro que esta muerte nos ha tocado a todos muy adentro, en especial a los grandes líderes de la comunidad internacional. Lo ha expresado mejor que nadie Donald Tusk, presidente del Consejo Europeo, con esa gravedad e intensidad que conmueven en los grandes momentos: "Ha sido un crimen tan horrible que el más ligero rastro de hipocresía sería una vergüenza". Acto seguido, Europa entera ha reaccionado al unísono, como una sola voz: todos se han quedado muy, muy quietos, a ver si alguno, en un descuido, era el primero en sacar el pie del tiesto y centraba las iras saudíes. Las relaciones internacionales son muy adultas y para estos casos rige el "tú vete haciendo, que si eso yo ya luego veo y si eso pues vamos hablando...".

A mí también me avergüenza mi rastro de hipocresía. Los de mi generación solo conocíamos hasta ahora a un Khashoggi, Adnan, personaje fascinate de la jet set marbellí antes de que Jesús Gil empezara a cubrir el glamour con cemento. Como datos de referencia teníamos los del Hola!: que era el dueño del yate más grande del mundo, el Nabila, que tenía letras y grifería de oro; que era un importante intermediario comercial (en el Hola! no se usaba el término traficante de armas, porque sonaba más ordinario y restaba glamour, eso si acaso quedaba para el Diez Minutos o el Pronto), y que estaba protegido por la familia real saudí, a la que en este país siempre se le tuvo gran estima por su cercanía y campechanía con nuestra propia famila real, que en aquellos momentos todavía lucía entera, sin descuartizar.

Luego ha resultado que Jamal Khashoggi era sobrino de aquel Adnan, pero reconozco que desconocía por completo su trabajo e incluso su existencia mientras tenía todas las extremidades en su sitio. Me temo, además, que mi sentimiento de culpa me ha de durar poco, aunque es probable que bastante más que los golpes en el pecho de la comunidad internacional. Así que todos tranquilos, incluidos los trabajadores de los astilleros y de las fábricas de bombas españolas, que las cosas han de volver pronto a donde solían y sin más víctimas que las de siempre, ahora les está tocando a las de Yemen, a las que hay que añadir a Jamal, que aunque pueda parecer varios sigue contando como uno.

Todo este espectáculo sanguinolento e impúdico que estamos viendo no sirve sino para cubrir la necesidad de autojustificación de la comunidad internacional. Regularmente aunque sin intervalos fijos, nuestra acomodada y anestesiada sociedad necesita rearmarse en su defensa de nuestros supuestos valores superiores, como los derechos humanos, ese molesto concepto que solo es irrenunciable cuando lo aplicamos a nosotros mismos. Para nuestra procesión de ofendidos nos vale cualquier disculpa: una matanza en una revista satírica, el rapto de unas decenas de mujeres por parte de un grupo integrista, el cadáver de un niño en una playa europea, el bombardeo de un hospital infantil en cualquier guerra olvidada o el uso de armas químicas contra los habitantes de un remoto pueblo de algún país marginal. Da lo mismo, porque lo único que nos interesa de todo esto es el ritual: la indignación impostada, las amenazas huecas, las palabras grandes y los posados chulos.

Es el ritual previo al olvido, para trocear nuestro remordimiento y poder enterrar los cachitos más cómodamente en el jardín. Dentro de unos días, de Jamal Khashoggi solo quedará un trozo de césped abonado y unas cuantas necrológicas hipócritas, como esta. Descansemos en paz.

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