Blog | Permanezcan borrachos

Trocitos

Nos rompemos de muchas maneras y por infinitos motivos. Porque pierdes el avión, porque se te acabó el dinero, porque enfermas, porque se muere tu padre, porque te maltratan, porque se averió el coche, porque te decepcionó un amigo

ESTAMOS acostumbrados a pegar los trozos de nuestras vidas sobre la marcha. Cada cierto tiempo algo se rompe, y sin detenernos a sopesar dónde va cada fragmento, nos rehacemos. Es un proceso automatizado, resuelto casi a ciegas. A veces se vuelve un estilo. Hay personas que se rompen tanto que salir adelante sin ser superadas por la adversidad y los daños se convierte en su manera de vivir. Circunstancias adversas las empujan a ser secretos héroes de sí mismas. A menudo solo ellas saben que se rompen. La rotura es un proceso solitario, y sobreponerse a ella muchos días también. Pese a todo, esas personas piensan que las cosas van a ir bien. Y aunque adivinen que no es así, siguen pensando que esa esperanza en el futuro es el mejor modo de encarar lo desconocido.

Nos rompemos de muchas maneras y por infinitos motivos. Porque pierdes el avión, porque se te acabó el dinero, porque enfermas, porque se muere tu padre, porque te maltratan, porque se averió el coche, porque te decepcionó un amigo, porque te despidieron del trabajo, porque tu pareja ya no te quiere, porque te quiere y tú te has enamorado de otra persona, porque te robaron el móvil, porque deseas cosas que no puedes conseguir, porque tu empleo es horrible, porque no sabes que te pasa pero algo te pasa, porque no aguantas más, porque tu amiga tiene cáncer, porque no duermes, porque el abuelo no recuerda quién eres…

Hace dos meses, un amigo se rompió en un accidente. Viajaba en su camión, solo, cuando de pronto se movió la mercancía del remolque. El vehículo dio un bandazo a la derecha, otro a la izquierda, y de nuevo a la derecha. Entonces volcó y chocó contra el guardarraíl. La realidad se estrujó en un instante. El metal atravesó el parabrisas y se introdujo en la cabina como una luz recién encendida, navajera. Benito estuvo una hora esperando a recibir auxilio, con traumatismos en la cabeza, las piernas, las costillas y los brazos. No pasaba nadie por allí. En qué pensará uno mientras tanto. ¿Reza, se despide despacio de las cosas que le gustan, hace recuento, le habla a su hija, como si pudiese escucharlo? Benito se mantuvo con vida. Sujetó los trozos. Eso fue todo. Permaneció tres días en coma, dos semanas en reanimación.

Lentamente, con los años, todos somos trozos, gente rehecha, cubierta de parches

Cuando sus amigos comentábamos su estado, lo hacíamos en un registro que, sin querer, evitaba el futuro. Rescatábamos anécdotas, acentuando la fe en el pasado, y quizá en la idea de que las personas se perpetúan en las pequeñas historias que protagonizan. Acabábamos las frases en silencio, para que no resonase el miedo que todos teníamos a que Benito muriese. A lo mejor queríamos creer en que las cosas que no se dicen en alto no pueden pasar. Benito sobrevivió. Recolectó todos sus añicos, como si solo pudiese pedir en ese momento jugar a hacer puzles, y se recuperó despacio, hasta parecerse bastante al que era.

Las personas se rompen en unos pocos trozos o en muchos, incluso en tantos algunos días que se puede suponer que no hay nada que pegar. Pero aún así, casi siempre salimos adelante y vivimos como si tal cosa. Hay una gran normalidad en vivir "como si tal cosa", y sin embargo entraña una dificultad sobresaliente, pues te obliga a pensar que no importa en cuántos trozos te rompas, porque a ti la vida seguirá retándote a vivirla de todas maneras.

No existen, seguramente, las vidas enteras, que no reciben un golpe que las obliga a un improvisado invento, tras el cual se recompone la rotura siguiendo unas instrucciones claras, precisas, que sin embargo no existen. Lentamente, con los años, todos somos trozos, gente rehecha, cubierta de parches. Te caes, te haces daño y te levantas con dignidad, como en aquel cuento de O. Henry en el que dos camareros arrojaban al protagonista, Soapy, del restaurante en el que pretendía cenar sin pagar al "insensible pavimento", tras lo cual el pobre "se puso en pie, un miembro tras otro, como se abre una regla de carpintero, y se sacudió el polvo de sus ropas", prosiguiendo su camino como si nada, esperanzado, con sus trozos en los bolsillos, que es lo que todos nos encontramos cuando metemos en ellos las manos.

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