Blog | Que parezca un accidente

El primer kebab de Madrid

MaruxaOcurrió hace casi veinte años, recién instalados en Madrid. Para cada uno de nosotros cinco, aquel enorme piso en Princesa era su primer piso. Es cierto que apenas permanecimos un mes en él, pero algo así jamás se olvida. La memoria siempre se aferra a esos momentos que significan un antes y un después. Con el paso del tiempo, son los que nos dan una idea de la distancia recorrida. Y uno de los que más sobresalen a lo lejos, especialmente cuando todavía eres un crío, es mudarte a tu primer piso. Ese lugar que, de alguna manera, aunque lo compartas con unos amigos, no es de nadie más, sino tuyo. En el que vives por tu cuenta. Lejos de la casa de tus padres. En el que entras y sales cuando quieres, como quieres y con quien quieres. Sin dar explicaciones. El nuevo centro de un mundo propio sobre el que tú tomas las decisiones. Para bien o para mal. Con todo lo que eso significa. Sobre todo si ninguno de los que vivís en él, como era nuestro caso, tiene siquiera veinte años.

Una de las primeras noches —si me guío por mi memoria, todas fueron la primera—, después de regresar del estudio en el que estábamos grabando, decidí salir a dar un paseo yo solo. No recuerdo muy bien qué dirección tomé, pero sí recuerdo la oscuridad. Y el frío. Y el tráfico cansado y autómata de última hora. Y el alboroto nocturno de Madrid, incesante, siempre de fondo. Indistinguible del silencio. Me detuve en un bar para tomar una cerveza y entré en una hamburguesería que me había recomendado un amigo, pero no me gustó y volví a salir. Recuerdo algunas calles y algunos cruces. Recuerdo la sensación de caminar por caminar. No sabría decir cuál fue el recorrido exacto, pero sí sé que terminó frente a la puerta de un establecimiento de kebabs. Posiblemente, uno más. Como tantos otros que habría por aquel entonces en la ciudad. Pero para mí, que era la primera vez que veía uno, siempre será el primer kebab de Madrid.

Y si me apuran, del mundo entero. En Ourense todavía no se había abierto ningún restaurante turco. Tampoco en Santiago, creo. Y supongo que lo mismo ocurría en Lugo o en Pontevedra. Hasta ese día, yo ni siquiera sabía que existían. Allí de pie, observando su letrero y su aspecto, lo único que quería era girarme e informar de mi descubrimiento a todo el mundo. A voz en grito. Como quien encuentra una trampilla secreta en mitad de una aventura o averigua de pronto cuál de todos los presentes es el asesino. ¿A quién no le ha ocurrido algo así alguna vez? Aquel era mi primer contacto con un local de tales características y, por fuerza, tenía que ser también el de todo el mundo. Y la sensación no pudo ser mejor. Por el ambiente, por el espíritu del lugar, pero sobre todo por el inigualable sabor de su comida. De repente tuve la sensación de que aquello era lo mejor que había probado en mi vida. He comido docenas de döners desde entonces, en dürüm o en pita y en diferentes partes del mundo, pero confieso que ninguno ha logrado nunca acercarse a la impresión que me causó aquel primer kebab.

He estado en Madrid hace unos días y, aprovechando que tenía una tarde libre, decidí buscar aquel restaurante por los alrededores del que siempre será mi primer piso. Di un paseo por Argüelles y Gaztambide, pero apenas me pareció reconocer un par de esquinas, tres o cuatro portales, alguna tienda y un antiguo semáforo al que saludé con la barbilla. Por los buenos tiempos. Pero cuando por fin estaba a punto de regresar a mi hotel, descubrí que caminaba por la misma calle por la que caminaba aquella noche, hace casi veinte años. Si miraba hacia abajo, incluso podía ver mis viejas Converse medio rotas, torpemente acompasadas, dirigiéndose de nuevo a la puerta de aquel kebab.

Mi decepción fue considerable. Contra todo pronóstico, en lugar del restaurante turco que buscaba había otro restaurante turco. Uno prácticamente idéntico al otro, pero que no se le parecía en nada. Me entristeció pensar que estaba frente a un camino cerrado. Que nunca más iba a poder probar aquellos kebabs que tanto me habían gustado siendo un chaval. Que su sabor, a partir de ahora, pertenecería solamente al mundo de los recuerdos. Pero a medida que me alejaba, mientras le daba vueltas a mi mala suerte, llegué a la conclusión de que todo aquello, en realidad, no era tan malo. De que incluso tal vez fuese lo mejor que me podría haber pasado. Porque de lo contrario, de haber continuado abierto aquel restaurante, tendría que haber probado otra vez aquel kebab. Y habría corrido el enorme riesgo de averiguar que mi primer kebab, el primer kebab de Madrid, a pesar de lo que mi memoria me había contado, sólo era un vulgar kebab. Tan común y tan corriente como todos los demás.

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