Blog | Que parezca un accidente

Electrones, fotones y bares de striptease

De Richard Phillips Feynman se dijo en cierta ocasión que era un segundo Paul Dirac, sólo que esta vez era humano. Puede que ninguna otra descripción del físico estadounidense haya sido jamás tan precisa

COMO HUMANO que era, Feynman contaba en su haber con una peligrosa afición al alcohol. Un hábito que sólo abandonó —y lo hizo de golpe— cuando comprendió que estaba cerca de desarrollar una adicción y dañar gravemente su cerebro. "Disfruto tanto pensando, que no quiero destruir esta máquina que hace que la vida sea tan apasionante”, escribió a este respecto en sus memorias, tituladas ¿Está usted de broma, Sr. Feynman? (1985). Asimismo, era un hombre al que le gustaba frecuentar locales de alterne y bares de striptease, a los que acudía a menudo para “hacer un poco de física en los mantelitos de papel de la mesa” mientras alguna mujer se desnudaba frente a él. También le gustaba tocar los bongós, instrumento que aporreaba con pasión incluso en su despacho de la universidad, con el correspondiente desconcierto de sus compañeros de departamento. Fue a su vez miembro de la Comisión Rogers, encargada de investigar el accidente del Challenger. Y además era un showman. Y un eterno bromista. Pero como los pequeños detalles son importantes en una biografía, conviene añadir que Feynman recibió el Premio Nobel de Física en 1965 por sus trabajos en el campo de la electrodinámica cuántica.

Cuando el físico inglés Freeman Dyson conoció al joven Feynman en 1947, escribió una carta a sus padres relatando que había conocido a un tipo “mitad genio, mitad bufón”. Y en ambas cosas acertaba. Siendo apenas un niño, Feynman no tardó en darse cuenta de que era mucho más inteligente que su padre, quien le había enseñado a pensar, a dudar, a plantear hipótesis y formularse preguntas cada vez más interesantes. A los quince años, Richard aprendió por su cuenta cálculo diferencial, álgebra avanzada, geometría analítica y trigonometría. A los 21 ya había obtenido una licenciatura en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Al año siguiente ingresó en la escuela de postgrado de la Universidad de Princeton, obteniendo una puntuación perfecta en matemáticas y física, algo que nunca había ocurrido con anterioridad. Entre quienes no quisieron perderse su primer seminario en la universidad se encontraban Einstein, Pauli y Von Neumann. Dos años más tarde, cuando todavía no había cumplido los 24, se doctoró en Princeton con una tesis sobre la aplicación del principio de mínima acción a la mecánica cuántica.

Feynman era un hedonista. Un bon vivant. Un tipo cuya máxima aspiración era pasárselo bien. Con la particularidad de que una de las cosas que más le gustaba hacer, que más placer le proporcionaba, era tratar de resolver los más complejos rompecabezas científicos. Y además le pagaban por ello. Su tablero de juego era la naturaleza —él mismo usaba continuamente esta palabra para referirse a todo cuanto existe—. De repente algo no encaja, una pieza parece no querer formar parte del tablero y es entonces cuando comienza lo divertido. “En física fundamental, lo que no sale como esperabas es lo más interesante. Es lo que produce revoluciones”, escribiría el físico estadounidense.

Y ese fue, entre otros, el motivo por el que aceptó formar parte del Proyecto Manhattan en Los Álamos. Por el reto que suponía llevar a la práctica la fisión nuclear de isótopos de uranio y plutonio. Él lo justificaría poco después alegando que Estados Unidos tenía la obligación de adelantarse a Hitler, pero cuando la bomba de uranio Little Boy cayó desde el Enola Gay sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945 aniquilando a decenas de miles de personas inocentes, Feynman y su equipo lo celebraron como un gran logro científico. “Yo estaba envuelto en esa juerga, bebiendo y tocando borracho un tambor en el capó de un Jeep mientras recorríamos Los Álamos al mismo tiempo que había gente muriendo en Hiroshima”, lamentaría décadas después en una entrevista para la BBC.

Feynman acompañó su arrepentimiento con una particular reflexión sobre la pertinencia de sus actos: “Mi error moral fue olvidar la razón por la que había aceptado entrar en el proyecto"

Poco después sobrevino la depresión. En realidad, cuando la primera bomba atómica explotó en Hiroshima y tres días después lanzaron sobre Nagasaki el dispositivo Fat Man —esta segunda bomba era de plutonio—, Hitler ya había sido derrotado varios meses antes. Feynman acompañó su arrepentimiento con una particular reflexión sobre la pertinencia de sus actos: “Mi error moral fue olvidar la razón por la que había aceptado entrar en el proyecto. Desde ese momento aprendí a reconsiderar perpetuamente las razones por las que hacía algo. Porque puede que las circunstancias iniciales que te llevaron a hacerlo hayan cambiado”. Desmotivado, alejado de la aplicación práctica de sus conocimientos, Feynman decidió emplear su tiempo en impartir clases de física. Robert Oppenheimer había escrito a Raymond Birge para que procurase atar a Feynman a la Universidad de Berkeley, subrayando que era “el joven físico más brillante de aquí”, refiriéndose al Proyecto Manhattan, y que era admirado por todos: “Bethe ha dicho que preferiría perder a otros dos hombres antes que a Feynman. Y Wigner dijo: «Es un segundo Dirac, sólo que esta vez es humano»”. Feynman, sin embargo, prefirió aceptar la oferta de la Universidad de Cornell y dedicarse a la enseñanza.

Cierto día, mientras estaba en una cafetería, vio a un hombre que pasaba el rato jugando a lanzar una bandeja al aire. En ocasiones los grandes hallazgos científicos son el resultado de varios años de observación, análisis y reflexión, pero a veces las musas son generosas y el milagro, la conexión de ideas, se produce en un brevísimo instante. “Mientras la bandeja volaba dando vueltas, me fijé en que había en ella un medallón de Cornell —explica Feynman en sus memorias—. La bandeja giraba y se bamboleaba, y saltaba a la vista que el medallón giraba más rápidamente de lo que se bamboleaba”. Al cabo de un rato, Feynman estaba en su casa trabajando en ecuaciones de rotación. “Después pensé en cómo empezarían a moverse las órbitas electrónicas en condiciones relativistas. Y después, en la electrodinámica cuántica. Y antes de que me diera cuenta, estaba «jugando» con el mismo problema de siempre, que tanto me apasionaba, el que había dejado abandonado al irme a Los Álamos”.

De aquella serendipia nacieron los famosos Diagramas de Feynman —que explican de forma gráfica el comportamiento de las partículas subatómicas en los procesos de colisión— y sus principales aportaciones a la teoría cuántica del campo electromagnético —también llamada electrodinámica cuántica, que estudia la interacción entre los fotones y los fermiones cargados eléctricamente, como por ejemplo el electrón o el muón y sus correspondientes antipartículas—. Como relata el propio Feynman, de la oscilación de aquella bandeja en 1947 surgieron las ideas por las que le concedieron el Nobel de Física casi dos décadas después.

Cuando su gran amiga Alix Mautner le pidió que le explicase la teoría por la que le habían concedido el Nobel y el físico se dio cuenta de que era incapaz

Sin embargo, sus logros científicos no se circunscriben al campo de la electrodinámica cuántica. Contribuyó al análisis de las relaciones entre partículas fundamentales a través de la formulación mediante integral de caminos, estudió la física de los superfluidos, fue pionero en el campo de la computación cuántica y propuso el denominado modelo de partón, basado en una partícula hipotética en la que, en teoría, se subdividían los hadrones —hoy sabemos, no obstante, que están formados por quarks unidos entre sí mediante la interacción nuclear fuerte de la que es portador un determinado tipo de bosón llamado gluón—.

De ahí que Feynman, un hombre con un intelecto tan descomunal, se sintiese profundamente frustrado cuando en 1978 su gran amiga Alix Mautner le pidió que le explicase la teoría por la que le habían concedido el Nobel y el físico se dio cuenta de que era incapaz: “No pude. No sabía cómo explicar la electrodinámica cuántica. Me habían dado el Nobel por algo que no era capaz de explicar a alguien como Alix. Y si no puedes hacer algo así, significa que en realidad no lo entiendes”. A partir de ese momento, Feynman decidió volcarse en la divulgación científica. Y el resultado fueron las célebres conferencias sobre física que impartió por todo el mundo, a las que llamó Conferencias Alix Mautner.

Falleció diez años después debido a dos extraños tipos de cáncer. E incluso en su lecho de muerte encontró una oportunidad para tomarse la vida a broma: “No me gustaría morir dos veces. Es muy aburrido”. Poco después, Freeman Dyson corregiría la frase con la que cuarenta años antes se lo había descrito a sus padres: “Una vez escribí que Feynman era mitad genio, mitad bufón. No le conocía bien. Hoy escribiría que Feynman era todo genio y todo bufón”.

La física de las palabras

En La física de las palabras (Crítica, 2016), Carl y Michelle Feynman recopilan las mejores reflexiones que su padre plasmó en diferentes entrevistas, cartas, artículos y libros sobre una gran variedad de temas. Entre sus páginas descubrimos un pensamiento que acerca sorprendentemente el mundo de la física y el de la literatura: “Una de las herramientas más importantes de la física teórica es la papelera”. Todos de acuerdo
Páginas: 408 Precio: 21,90

 

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