Blog | El portalón

Los planes

Para quien no los tiene existe la narrativa del ocio

María Piñeiro





 








Nos gusta la gente que hace cosas. Como la definición rajoysta del catalán. Que la cabeza se me ha echado a perder lo prueban situaciones así, que quiero decir yo algo y se me cruza, zas, un pensamiento tontaina por el camino y se me tuerce la dirección y acabo en el descampado de lo inútil con el motor humeante tratando de recordar a dónde iba. O sea, qué pensaba. 

La gente que hace cosas quiere decir la gente inquieta, activa, que echa proyectos a andar. A esa gente, creo, la confundimos con frecuencia con la gente que hace planes. Que puede ser la misma gente pero no es la misma acción. 

Como vivimos en estos tiempos en los que prima la narrativa, los planes parecen ser muy importantes. Me recuerda Santiago Gerchunoff en su ensayo ‘Ironía On’ que esto que acabo de escribir es provincianismo histórico, "la tendencia de una época a considerarse a sí misma terrible y única al mismo tiempo". Tiene Santiago toda la razón, caigo en eso todo el rato. No hay artículo en el que no lo haga. Mira, Santiago, creo que es porque noto que en estos tiempos en los que prima la narrativa los planes parecen ser muy importantes, pero también puede ser que ocurriese en otros tiempos, los que corrieron antes y mucho antes, y yo no me haya percatado. O que yo ni existiese entonces y, así, difícilmente. 

Hoy nada es suficiente por si mismo, exento de su narrativa. La política, desde siempre; el deporte, por supuesto; las relaciones, claro; la crianza, la rutina de la vida diaria y también el ocio. Y la narrativa del ocio florece a mediados de semana, cuando se considera de rigor preguntar al prójimo qué planes tiene. A veces se añade un adjetivo para que te desbroce un poco la agenda y te dé el guisante ya sin vaina, la medulita del hueso, y se inquiere, por ejemplo, por "algún plan interesante". Por una regla no escrita esa es una pregunta que se hace cuando se tienen planes porque es un boomerang que siempre vuelve y el que no los tenga se verá inútilmente rebañando un plato y a punto de astillar la cerámica en la búsqueda del guiso desaparecido. Se pregunta en gran medida para hablar de los planes propios, como un mero pie propiciador, lo que supone lo contrario al espíritu mismo de una pregunta. 

Si no tienes planes, quedas fatal. Esto lo sé porque habitualmente no los tengo y es una pregunta que, llegados a este punto, a veces hasta me agobia. Responder negativamente provoca en el otro un punto de preocupación, qué vida es esa, desplaneada, escurriéndose entre los dedos, sin orden ni concierto mientras la humanidad entera se va de escapada de fin de semana, de turismo rural, a Cuenca, a Portugal, a esquiar, a la playa, a trepar un monte, a estrenar las terrazas, a coger un Ave, a coger un Ryanair, a visitar a Pepe, a visitar a Juana. 

Para mi rescate, y el de todos los que responden con un ‘pues nada, la verdad’, existe la narrativa del ocio. Hay muchos desplaneados entregados que la ejercen con maestría. Yo tuve un medio novio que lo hacía y me sacaba de quicio. Una vez lo llamé por teléfono desde donde estaba pasando unos días con mis amigas, saliendo desenfrenadamente, riéndonos como locas, durmiendo poquísimo. Él me contó su sábado noche: había cocinado un salmón al horno y visto una película de John Ford. Hace décadas de esto y sigue molestándome que consiguiera con una descripción acertada que su fin de semana me resultara más apetecible que el mío, que yo había elegido y planeado. Cuando él lo contaba, lo mejoraba. Qué susceptible soy a una buena historia. 

La narrativa bien aplicada funciona siempre, pero no tengo claro que haya que ir por el mundo tirando constantemente de ella, dándole a la vita cotidiana una pátina publicitaria y siendo de quienes dicen que se enrollan en mantitas y se ponen al día con sus lecturas (en plural), o que se dedican al Netflix, sofá y mantita (las mantitas, en diminutivo, juegan un papel destacado, aparentemente) o a marykondear sus armarios. Lo que hay que oír. 

Soy partidaria de las previsiones que utilizan solo infinitivos. De describir lo que se hace el fin de semana como comer, pasear, leer. Cosas que son también las que se hacen entre semana y en la vida entera. Es decir, vivir, estar, ir y venir, planes que tampoco se cuentan por redundantes, por obvios y por ineludibles. No queda otra. 

También de las cosas que no se pueden anunciar, por imprevistas y por secretas; de las que no se quieren contar porque cualquier descripción palidece al lado de la realidad, la narrativa no les hace justicia, las estropea y vulgariza. Estas son situaciones escasas y breves, apenas momentos que conservamos como quien guarda un secreto en el cajón de la ropa interior, envuelto en un pañuelo y, cuando lo desdobla, es tal el revoltijo al que arrastra que debe dosificarlo: solo lo soporta en gotas. Alrededor de esos instantes, la vida normal, la que sí tolera la narrativa aunque eso no la hace especial, los acolcha, los protege, los distingue. Hay que tener de una cosa para tener de la otra.

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