Blog | El portalón

Tormentas por dentro

He dedicado la semana a pulsarme el cráneo y a esperar la lluvia
MARUXA

HA LLOVIDO y yo no me he enterado, comprobé esa mañana. Qué rabia más grande. Llevaba días esperando que lloviese y quería estar de cabeza presente cuando ocurriera. Esperando no es el verbo, ni deseando, se parece más a ansiando, quizás necesitando, muriéndome por, anhelando. Creo que en algún sitio existe un verbo que es una amalgama de todos esos y que es la definición perfecta de lo que me pasaba. Ese verbo indica un deseo muy fuerte, que te palpita callado mientras haces otras cosas. La cotidinaeidad se impone, hay que ir a la oficina y a la pescadería y todo lo haces con ese íntimo afán. Cómo explicarlo. El alivio de decir exactamente lo que quieres decir es otro placer de alcance, como la lluvia cuando se la espera.

Nos pasaba a todos, no mintáis. Nos he notado un poco así. Bostezantes, suspirantes, aguardantes. Unos acalorados, abanicándoos con folios sueltos, con servilletas, los más afectados con la mascarilla nada más sentaros en la terraza, mirando brevemente las nubes y leyendo un mensaje que, de nuevo, ha resultado ser mentira. Qué crueles las nubes, la electricidad en el ambiente, la presión atmosférica, ese aire pesando sobre los hombros. Qué crueles las apps del tiempo del teléfono, el vecino en el ascensor y el frutero convencido. Todos en connivencia anunciando lluvia inminente, para mañana, para hoy, para esta tarde, para dentro de una hora. Y la lluvia sin llegar, ignorando todas sus predicciones, que debieron ser recalculadas mil veces. A veces las veía cambiar en directo, observando suplicante la pantalla del móvil y las mandaba a la mierda. Todo eso, lo del ansia y lo del insulto lo he hecho en silencio, sin pronunciarlo. Pero vaya si lo he hecho. Prácticamente llevo una semana sin hacer otra cosa. Las tormentas iban por dentro.

Los migrañosos nunca sabemos por dónde nos va a dar. Perdón, siempre sabemos por dónde nos va a dar pero nunca a todos por el mismo sitio. El chocolate, el queso curado, el vino blanco, el vino tinto, la luz resplandeciente, la regla, la taladradora, la subida de las presiones, la bajada de las presiones, las llamadas, los disgustos, el estrés de no entender nada, el de entender demasiado. La parte de la cabeza que nos amarga la existencia, zona cuya existencia se nos olvida cuando la vida es operativa, se nos vuelve a instalar y a hacérsenos tan presente. Está llena de obreros laboriosos que pican un murete interior con martillitos muy pequeños pero insistentes. Trabajan todos en un centímetro cuadrado, o dos, y van cambiando de sitio, a veces divididos en cuadrillas, en tres o cuatro. Como una posesa, te vas presionando con el índice allí o aquí, llamando a timbres con insistencia de comercial en casas donde siempre hay gente pero nunca contesta.

A pulsarme medio cráneo y a esperar la lluvia he dedicado la semana. Cuando aguardas algo que permanentemente parece que va a ocurrir en los próximos cinco minutos y no ocurre no hay consuelo ni distracción posible. Por eso un día me levanté temprano, había llovido un poco, aún no lo suficiente, y me amargó tantísimo habérmelo perdido.

Cuando necesito concentrarme y hay mucho ruido me pongo una aplicación de sonidos de fondo, ruido blanco le llaman, que me chifla. Hago combinaciones según el ánimo y lo que vea por la ventana. A veces viento entre las hojas y pajaritos, o viento y río fluyendo, o tren, o mar llegando a la orilla. Nunca pasos sobre la gravilla porque parece que un asesino viene a por mí. Los sonidos más usados son los de lluvia y tormentón. Esta semana, ninguno. Solo me valía la realidad.

La otra tarde, cuando me estaba presionando con dedicación dos puntos del occipital, la luz empezó a bajar y un aire fresco, distinto, a colarse por la ventana entreabierta. "Como sea una falsa alarma, lloro", pensé, dispuesta a hacerlo. No hizo falta. Pude dejarme en paz el manoseado cráneo y oír llover y tronar en todo su esplendor. Un regalo.

Ya puede volver el verano.

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