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No enciendan las luces del viejo sur

St. Louis, en el sur de los Estados Unidos, viene de celebrar el Festival Tennessee Williams, una cita cultural en la que se recuerda la figura del dramaturgo y se representan sus piezas más famosas. Lo que vivió en esa ciudad de su juventud es el germen de toda su obra

Tennessee Williams.
photo_camera Tennessee Williams.

TARDARON mucho. Se demoraron mucho los dueños de todos aquellos modales exquisitos, gustos refinados, dicciones lentas, excentricidades de linaje, puritanismo férreo. La guerra pasó y, como si los delicados oídos hubieran sido mancillados por el grito vulgar, poderoso, práctico, del nuevo hombre americano, los dueños de todo aquello no quisieron o no supieron escuchar el silencio que se apoderó de sus inmensas tierras. Ese impedimento acústico dilatado en el tiempo hizo que el ruido posterior, continuado, que viajaba desde el norte con paso firme, no fuese escuchado tan nítidamente como hubiera sido deseable. Fue creado, de ese modo, un conflicto profundo, existencial, que salía del centro mismo de las plantaciones y que iba a afectar a generaciones futuras. Mientras la aristocracia sureña, incapaz de moverse, observaba cómo la herrumbre comenzaba a cubrir el presente conocido, el algodón se quedaba para siempre sin sus manos negras.

Entonces, el pasado perdido, fue el lugar al que volver.

Catorce años después de la Guerra de Secesión, nacía en Indiana, territorio del medio oeste de Estados Unidos, en su día fiel a la Unión, un individuo llamado William H. Hays. Este hombre desempeñó un papel esencial en la historia del cine americano y sería recordado por llevar asociado a su apellido la palabra ‘código’. Un listado de normas de conducta que fue aprobado en 1930 por la Asociación de Productores y Distribuidores de cine de América (MPPDA). Al principio, nadie lo siguió. Las películas continuaron ofendiendo alegremente a los respetables guardianes de la moral. Intervino, en aquel momento, para poner orden en un Hollywood dislocado, la Iglesia Católica, a través de la Legión de la Decencia, cuya mano censora se deslizaba en cada película estrenada durante las décadas de los cuarenta a sesenta del pasado siglo. Fue así como el Código Hays fue aplicado con toda la dureza y justicia que otorga Dios.

En Columbus, Misisipi, estado perteneciente a un sur que perdió la guerra, cuarenta y seis años después, venía al mundo Thomas Lanier Williams, un bebé que, con el paso de los años, sería considerado uno de los mejores dramaturgos del siglo XX. Pero mucho antes de eso, en Columbus, Mississippi, un niño vivía las últimas sordas resistencias sureñas, la aristocracia en el estertor —aún digna, quizá feliz— a su manera soñadora, un tanto ausente, en casa de sus abuelos maternos. Un poco más tarde, en Missouri, las circunstancias cambiaron de modo radical y un padre, hasta ahora figura casi inexistente, devino en una presencia hostil, estremecedora. El alcohol, la violencia, los insultos. Su padre lo llamaba Miss Nancy. Su madre volvía, una y otra vez, al pasado perdido, al sur sepultado. La Gran Depresión asolaba el país y se alejaba abruptamente la utopía apaciguadora de aquellas extensas tierras de luz. Un espacio lóbrego y asfixiante crecía al mismo tiempo que el niño sensible, el niño frágil, el niño tímido, el niño escritor. Crecía, junto a una hermana también ahogada bajo una tierra estéril, el universo claustrofóbico de Tennessee Williams. Su hermana  Rose. La misma Rose que fue internada. La misma Rose que fue lobotomizada con el consentimiento de sus padres, sin él saberlo, hasta que fue demasiado tarde. Tardaron todos mucho en escuchar el silencio. Aquel terrible silencio del sur.

Estamos en 1945 y Broadway espera, inconscientemente, algo distinto, porque el aire pesa de otra manera, porque la realidad es otra

Tennessee escribe, escribe. Teatro, también poemas. Algún premio menor, alguna obra estrenada. Estamos en 1945 y Broadway espera, inconscientemente, algo distinto, porque el aire pesa de otra manera, porque la realidad es otra, porque el público necesita ser zarandeado con conflictos que nazcan de una intimidad nueva. Y en ese entorno propicio se estrena ‘El zoo de cristal’. Que es un trasunto de la burbuja opresiva en la que vive el autor con su familia, una llamada atormentada al viejo sur, que nunca volverá, y, en otro nivel, también de solitaria desesperanza, una voz ignorada, desigual, que no encuentra acomodo con el resto de individuos que conforman la sociedad. La delicadeza frente a la brutalidad, el sueño frente a lo real, el brillo frente a la opacidad desagradable, repugnante, de una vulgaridad que, pese a todo, se abre camino.

El trauma viene de lejos, cabalga sólido desde el norte convencido, abriéndose paso y dejando las semillas de una sociedad moderna, que no quiere héroes sureños, ricos terratenientes ajados y orgullosos de un pasado que se deshace, que se deshizo ya. Polvo. Oscuridad del sur.

"Tengo un solo tema clave para toda mi obra, que es el impacto destructivo de la sociedad en los individuos sensibles e insumisos". Lo acusaron, en múltiples ocasiones, de repetitivo, de escribir una y otra vez la misma obra. Una y otra vez la misma obsesión. Miss Nancy.

El zoo de cristal obtiene el premio a la mejor obra del Círculo de Críticos de Teatro. Ese mismo año vuelve a Broadway con A streetcar named Desire (Un tranvía llamado Deseo). Solo unos meses entre un estreno y otro que cambiarían el rumbo de Tennessee Williams. Su rumbo, pero no su destino. La contradicción de los seres, el determinismo social, la imposibilidad de volver al mundo soñado que ya, de todos modos, se había perdido, el miedo, la soledad, el deseo, la lucha. Es su yo desplegándose en personajes que cierran cada vez más el círculo. A medida que el éxito se desparrama en todo lo que escribe y engrandece su figura, reservando para él el foco principal, se difuminan cruelmente los asideros a los que se agarra con fuerza inusitada, desesperada, bruta.

No encienda la luz del viejo sur porque la verdad iluminada es una verdad vieja, derrotada y sola

Premio del Círculo de Críticos, Premio Pulitzer. Stanley Kowalski, Blanche DuBois y su hermana Stella, forman un triángulo ambigüo y afilado, que desgarra al acercarse y que esconde la verdad del escritor en un rincón oscuro. "Sí, sí, magia.Trato de darle eso a la gente. Le tergiverso las cosas. No le digo la verdad. Le digo lo que debiera ser la verdad. ¡Y si eso es un pecado, que me condenen por él! !No encienda la luz!", le dice, le suplica, Blanche DuBois a Mitch, su última oportunidad, también perdida, para ser feliz. No encienda la luz del viejo sur porque la verdad iluminada es una verdad vieja, derrotada y sola.

El resplandor de Tennessee Williams tenía mucho que ver con el genio y el escándalo, con el arrebato y el abandono. Y traspasó los escenarios de Broadway para irse a Hollywood. Elia Kazan, Richard Brooks, Joseph L. Mankiewicz, John Huston, fueron directores de cine que no quisieron hacerse a un lado cuando la nueva dramaturgia de Williams rompía edificios morales y mostraba zonas del ser humano de una manera diferente, atrevida, dura y, sin embargo, tan sensible, tan quebradiza, que agudizaba el conflicto, lo sobredimensionaba. Entonces apareció la censura. Un hombre del norte, con la seguridad de los vencedores marcada en su mirada fría, resuelta. Con la convicción religiosa de los que se encuentran del lado de los elegidos. Que nada sabe ni nada quiere saber de lo perdido, de lo anhelado, de lo roto, de lo verdadero. El Código Hays obligó a cortar violación, castración, homosexualidad, violencia verbal, libertad sexual. Lo que se puso en su lugar fueron símbolos. Argucias de contadores de historias para decir, sin enseñar. Se entendió igual. Y las obras de Williams —a estas alturas, un hombre alcoholizado, difícil, esquivo— adquirieron inmediatamente fama mundial.

William H. Hays no fue capaz de callar a todos los seres atormentados, violentos, huidizos, pasionales, solitarios y soñadores, aferrados al desaparecido sur, que no quisieron o no supieron escuchar el grito vulgar que venía del norte ni el silencio que, inmediatamente, se apoderó de ellos.

En una entrevista que se hace a sí mismo, Tennessee explica así la naturaleza de sus obras: "En su opinión, ¿tienen sus obras un mensaje positivo? Pues sí, yo creo que lo tienen. ¿Qué mensaje positivo? La súplica, el grito casi, necesita un esfuerzo enorme y universal por conocernos mejor unos a otros, por conocernos lo bastante para admitir que ningún hombre tiene el monopolio de la verdad o de la virtud y que, de igual modo, todos los hombres tienen un rincón en el que habitan la ambigüedad y la maldad. Si las personas, las razas y las naciones empezasen por esa verdad manifiesta, creo que el mundo podría salvar la especie de corrupción que, involuntariamente, he escogido como tema básico y alegórico del conjunto de mi obra".

Él, que quiso ver, a pesar de la oscuridad, las raíces de su propia contradicción, murió solo, asfixiado e invadido por el alcohol. Probablemente mirando al viejo y derrotado sur, que tardó demasiado en entenderse.

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