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Fin del arquetipo gallego

EL CAMBIO climático, además del desastre que algunos todavía niegan, abre para nosotros, los gallegos, un complejo conflicto con el ser. Porque el agua, en forma de lluvia, es un símbolo de nuestro inconsciente colectivo. Es, podríamos decir, un contenido arquetípico regado con una carga afectiva territorial. La lluvia-patria genera en nosotros, habitantes de Galicia, un carácter específico. Si tenemos morriña no es por debilidad anímica – llevamos mucho tiempo rodando por el mundo – sino por escasez de agua o, en su defecto, por inundación de alma. La saudade tiene que ver con la niebla que pinga y las gotas cayendo sobre piedra gris. Ese sonido característico, ese chocar constante y rítmico encima de la losa, encima de las hojas, encima del mar, nos marca desde que nacemos. Desde que nacemos aquí. Si Donald Trump se sale del Acuerdo de París, a nosotros nos duele. Nos duele lo mismo que reforestar con eucaliptos nuestro monte quemado. 

Paso por el Miño de camino a la piscina. Un río a punto de desbordamiento en este día que no tiene claro si es de llover o es de solo abrigarse. Sin paraguas. "Hoy no está de llover", decimos. En el estar hay una voluntad de acción o de no acción, hay una fuerza interior que impele o que frena en seco. Decimos estar a las cosas que son porque tendemos a personificar la naturaleza nuestra. Los árboles, las montañas, los hórreos y los barcos de pesca son tan hermanos como el pescador y el guarda forestal, tan humanos como el pirómano o el narcotraficante de la ría. El paisaje que está en nosotros nos determina tanto y sus decisiones nos moldean tanto que ya no sabemos bien si dirigirnos al cielo, como antes del logos o antes del Dios ha muerto, o, por el contrario, mirarnos dentro. Porque, en realidad,  ahí está todo. Con solo echarnos un vistazo, sabemos si estamos o no de llover. 

Ese río caudaloso de natural, solemne en su recorrido, sufre con idéntica hondura que los que no somos presidentes de los EE UU, el dióxido de carbono ensartado en la atmósfera y no sabe si subir o bajar, inundándolo todo o dejándonos secos. Esa incertidumbre, tan nuestra, ha pasado, con el aumento de gases de efecto invernadero, a ser universal. Un trasvase que todavía no sabemos si será o no beneficioso para los implicados. Puede, es un suponer, que el arquetipo gallego se esté transformando a la misma velocidad que se avecina el desastre ecológico. Quizá lo que queda por llover sea mucho más que lo que queda por remediar la lluvia. La pregunta que me hago, de camino a la piscina y pasando por el Miño, es si no será que el calentamiento global no nos está quitando únicamente – que ya es todo -  el futuro del planeta sino también la esencia de ser lluvia, gallegos-lluvia, que también es bastante todo y que es la clave de nuestro complejo conflicto con el ser. 
No es arriesgado afirmar que, en unos años, cuando esté de llover, lloverá con el absoluto, y no es por completo loco decir que las Islas Maldivas no van a ser las únicas condenadas a la extinción. Lo que está en juego aquí es nuestro serdeGalicia como faro para ubicarse con respecto al planeta. Las consecuencias las va a sentir la totalidad del territorio y la totalidad de la población, no exclusivamente los anuncios del Gadis. 

Es verdad, a veces, que el sol trae cierto júbilo y que el ambiente se llena de una inusitada energía, pero estamos hablando de extremos, y lo que tiene la melancolía es que vibra en ondas constantes, con la misma fuerza y a la misma velocidad. Si exageramos la corriente, lo que se desborda es una trampa, un ser ficticio o, al menos, distinto al que conocemos. Si el arquetipo gallego tiene sus días contados a causa del calentamiento global, mi paseo hasta la piscina será otro y será extranjero. 

Tal vez nos convirtamos en el islote morriñoso de Mister Trump, aquel lugar exótico al que acudir, de vez en cuando, en esos días en los que el sol, allá en su tierra, caliente muy duro y haya peligro de acartonamiento de cualquier cosa viva. Suponiendo algo – lo vivo -  que está por demostrar. 

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