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Mirar desde otro sitio

HUBO UNA VEZ un reportaje en El País Semanal en el que se les preguntaba a niñas y niños de Primaria qué querían ser de mayores. Hubo respuestas variopintas, unas más tradicionales en su concepción, otras, un poco más arriesgadas, más apasionadas, menos comunes. Todas ellas respondían a una pulsión, a un primer deseo, al inicio de un apasionamiento. La velocidad imparable de un coche de carreras, la ternura de una mascota que se hace extensible a todo el reino animal, la emoción de enseñar una primera cosa, ese temblor raro, incomprensible, al ser escuchados. Había un niño que quería ser jefe, le daba igual de qué. Pero allí estaba ella, destacando entre todo el grupo con su respuesta. La niña que quería ser techo. Una profesión, suponemos, inigualable. Nada de lo que existe puede compararse a la vibrante sensación de ser techo. Me gustó tanto esa contestación que recorté la hoja de la revista y la pegué en un espacio de mi habitación donde coleccionó cosas así.

Ahora que han pasado bastantes años, me pregunto cómo le irá a la niña techo. Que será menos niña. Tengo curiosidad por saber, primero, las cosas básicas, es decir, si ahora que ha crecido, resulta más o menos cómodo ejercer de techo; si necesita algún entrenamiento especial; si hay que estudiar mucho; si se cansa de la posición; si puede bajar al suelo en las horas de descanso o si, una vez que subes, ya no te apetece nada tocar tierra. Después, le preguntaría algo más profundo, que requiere más reflexión y quizá más debate, como por ejemplo si no se plantea nunca participar de lo que ve, si no siente deseos de integrarse en lo terrenal y entablar conversaciones con los de aquí. Ser techo debe de ser solitario. También es de una gran responsabilidad. Imagino. Si se te duerme un brazo o te pica una pierna, es posible que se derrumbe mitad del edificio.

Pienso en esa niña y en su tremenda imaginación. En ese deseo de ser algo distinto, algo de lo que nadie nunca oyó hablar. Se necesitan mentes así para afrontar el mundo. Se necesita intuición, inocencia, curiosidad y valentía para querer ser lo que nadie es. Se necesita querer mirar desde otro lado, querer volar un poco, querer cambiar lo que hay por lo que no hay, pero es mejor o más bonito o más delicado o más esperanzador.

Escribo esto desde Berlín y querría contemplar Berlín como la niña techo. Con la disposición de la niña techo para mirar así. Con la capacidad de subir y ver desde arriba lo que desde abajo no se aprecia, con la intención arriesgada y valerosa de ponerse en otro lugar —aunque sea un lugar extraño—, con ese coraje que te da quizá la edad, pero también la actitud. Una capital repleta de tanta historia y tanta cultura no se puede simplemente pisar. No es posible, si se siguen los pasos de la niña techo, avanzar por sus calles sin elevarse un poco. O un mucho.

Mi hotel está situado en la plaza de Bertolt Brecht, hace un rato paseé por la calle de Hannah Arendt y dentro de una hora me voy a la ópera a ver el ‘Nabucco’, cuya historia enlaza con los relatos de aquí, con los judíos de aquí que también fueron expulsados. Y de qué manera.

Para estar a un lado y al otro del Muro, que ahora tampoco existe, como la profesión de la niña, hay que volar también un poco. Hay que convertirse en otra cosa distinta de lo que eres y caminar en el este o en el oeste como si la maquinaria terrible de los que no tienen imaginación te hubiera también arrasado a ti. Y de pronto ya no eres turista sino muro, pero de arriba, y así te permites imaginar cómo vivían unos y otros y cómo duele la injusticia.

Otras preguntas que le haría a la niña techo para saber cómo he de pasar estos días en Berlín es si, siendo techo, una tiene oportunidad de comunicarse con las paredes o si tiene opción de elegir el edificio en el que quiere ejercer su labor. En caso afirmativo, el valor de esa profesión aumenta, siempre que se pueda hay que rodearse de toda la belleza posible. En caso negativo, ser techo conlleva un estoicismo que tampoco está de más ejercitar.

Imaginar, ponerse en los lugares de los otros o en el lugar de nadie. Ser única aunque sólo sea por un momento. Y ver así la vida.

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