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No se admiten reclamaciones

Balti. MX
photo_camera Balti. MX

Nada más salir del coche, me fijé en una carpa instalada por Protección Civil para procurar un acceso controlado de visitantes al cementerio. "Solo el de los vivos", me dijo uno de los voluntarios. "Con los otros no podemos hacer nada". Tampoco con la lluvia y el viento que iban y venían a su antojo en el camposanto de San Xoán de Poio, destino coqueto e inevitable para quien se lo pueda costear, que hasta para enterrarse con vistas al mar tiene uno que aflojar la pasta. "Tenéis gel en ese dispensador, no os quitéis las mascarillas y salid los mismos que entráis: aquí no se admiten reclamaciones", siguió bromeando aquel buen hombre mientras otro de sus compañeros nos contaba y apuntaba la cifra en una libreta. "Tres más", anunció con frialdad de notario.

Dentro nos esperaba el resto de la pandilla, casi todos con las manos en los bolsillos y rodeando con cierta precaución a Isabel, la madre de Balti. Cada año nos reunimos para depositar flores en la tumba de nuestro amigo y charlar un rato con su familia, que nos ha visto crecer extrapolando centímetros y barbas al niño de la fotografía, apenas un adolescente con el bachillerato recién comenzado cuando se topó con la mala hora. "¿Y si aprovechamos que apenas hay gente para dar un paseo?", dijo alguien tras despedirnos de Isabel sin poder besarla ni abrazarla. "Vamos", concedió otro echando a andar. "Ya que no nos podemos juntar todos en un bar…". Y dejó la frase ahí mismo, colgada de esa resignación a prueba de tirones que lo invade todo últimamente.

Esa costumbre, la de pasear por el cementerio el día de difuntos, siempre me pareció un placer adulto. O todavía peor: el acto de rebeldía de algunos jóvenes que se lanzan a visitar tumbas para demostrar que ya son mayores (en lugar de fumar a escondidas, como hacíamos los demás). "Estos recibieron tres o cuatro sacramentos de golpe", solía bromear Pablo cuando nos encontrábamos con alguno de ellos. La última vez que nos pudo acompañar al cementerio —en lugar de esperarnos dentro, como hace ahora— apareció con la cara a medio lavar, todavía visibles los restos de maquillaje de la noche anterior y metiendo prisa para irnos a casa cuanto antes, a medio camino entre la necesidad de una buena siesta y ese amor loco que le dio por una pelirroja de Pontevedra.

El paseo resultó de lo más agradable, para qué negarlo. Volví a encontrarme con caras que tenía prácticamente olvidadas, héroes de infancia a los que admiraba por una mezcla rara de roce e ingenuidad: amigos de mi abuelo y de mi padre, clientes del bar, vecinos más o menos tratables… Al pasar frente al nicho de Saturno, por ejemplo, nos acordamos de su amor por las películas y aquella pregunta tan común entre los cinéfilos de su generación: "¿Nesta película quen traballa?". Actuar, supongo, fue uno de esos verbos que llegó tarde a los pueblos de Galicia, aunque no tanto como el alcantarillado o internet. A John Wayne, Burt Lancaster o Kirk Douglas, por citar algunos de los más celebrados, se les admiraba pero de un modo desapasionado, cuasi profesional, como se admira al práctico que acerca el barco a puerto o al albañil que levanta una pared rectísima con la única ayuda de una plomada. Ojalá más críticos de cine y televisión limitándose a señalar lo evidente, como hacían Saturno y los demás: "¡Que ben traballa ese home!". Concretos y directos, sin más.

También nos encontramos, durante nuestro improvisado paseo por la historia, con las fotos de vecinos más jóvenes, muchos de ellos segados por la heroína en aquellos ochenta y noventa de pocas aspiraciones vitales, dinero en el bolsillo y familias paralizadas por la ignorancia, sin saber qué hacer o cómo ayudar a los suyos. Ahora que nos hemos familiarizado con el término, quizás podríamos convenir en que aquello tuvo mucho de pandemia, la primera que nos enseñó lo alejadas que quedan las calles para quienes las cruzan sin sacar la cabeza del coche oficial. Y entonces llegó un punto en el que comencé a sentirme agobiado, superado por tanta muerte prematura y tanta desgracia hasta que mi amigo T. llegó al rescate: "¿Y a ese tipo cómo lo retratan así, cubierto con un capuchón?", nos dijo señalando a una fotografía que llamó su atención. Estallamos todos en una carcajada que fue la envidia de la huerta cuando descubrimos que el tipo en cuestión era una monja con el correspondiente hábito: qué dios nos perdone.

Al final del recorrido, cuando ya enfilábamos la salida, nos topamos con un cortejo fúnebre en la puerta del cementerio. Pensé en lo poco adecuado que resultaba conducir el féretro de un ser querido por delante de la carpa de Protección Civil, como si aquello fuera una especie de festival y a los familiares tuviesen que acreditarlos, marcarlos con pulseras. "Entran dieciocho", anunció el voluntario con alma de notario mientras hacía los números en su libreta, que por entonces ya debía contener más apuntes que los famosos papeles de Bárcenas. Entonces me quedé mirando al otro voluntario, al de las bromas, que debió entender perfectamente mi alusión silenciosa pues sin decir palabra, apenas con un golpe de ojos, me anunció que solo saldrían diecisiete: "Y que todo quede ahí: aquí no se admiten reclamaciones". 

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