Blog | Ciudad de Dios

Amor II

2019100519245287000YO CAMINABA distraído con el teléfono en la mano, esa actitud que tanto aborrezco en los demás habitantes del planeta. En mi defensa diré que siempre levanto la vista cada cuatro pasos, tengo una capacidad de autocontrol excelente (y un trastorno obsesivo-compulsivo sin diagnosticar ni mucho menos tratar) que me confiere una increíble capacidad para ejecutar este tipo de estupideces con la precisión de un reloj suizo. Recuerdo que hacía sol porque el refl ejo sobre la pantalla del dispositivo me impedía distraerme cómodamente, un verdadero incordio, cuando un estruendoso ruido llamó mi atención y dirigí la vista hacia la otra acera.

Ella salió del coche ajustándose una coleta que lucía un tanto grasienta, una coleta de madre desbordada por sus quehaceres diarios o de mecánica industrial recién salida del trabajo, tampoco tenía más datos con los que apuntalar una u otra versión. De hecho, ni siquiera sé si trataba de aparcar o simplemente pretendía salir, el caso es que la parte trasera de su coche se había asentado sobre el morro del otro vehículo a horcajadas, como esos amantes inexpertos que se montan el uno al otro sin atenerse a ningún plan, empujados por el impulso y la improvisación. Aquel panorama no debía ser de su agrado ya que torció un poco el gesto, se montó de nuevo en su coche, prendió el contacto y lo movió hacia adelante poco más de un metro, lo justo para descabalgarlo de la chapa ajena. La primera consecuencia fue el derrumbe de esa parte que los expertos denominan "defensa", no me pregunten por qué: el frontal del coche golpeado lucía destrozado, al menos desde mi perspectiva, mientras que el otro coche apenas presentaba un leve rasguño, lo que confirma esa teoría de que "no hay mejor defensa que un buen ataque".

Allí seguía yo, con el móvil en la mano y la boca abierta, espectador de excepción, cuando la conductora salió nuevamente de su coche y se acercó al morro del siniestrado. Me miró como se mira a los indeseables y con la punta del pie izquierdo trató de recolocar la defensa del otro coche en su posición original. Lo que consiguió, en realidad, fue descolgarla completamente y profundizar todavía más en la sensación de estropicio, de haber liado un pollo importante, de haberla cagado bien. La escena tenía su encanto: ella tratando de enmendar su error a puntapiés y yo inmobilizado por algo parecido al morbo, al "quiero saber qué sucederá después". Y lo que sucedió fue que la mujer se me acercó con cara de pocos amigos para amenazarme: "Como lo hayas grabado te mato", dijo exactamente. Luego se subió el coche, arrancó y se marchó de con una sangre fría tal que todavía me estoy arrepintiendo por no haberle pedido santo matrimonio allí mismo.

Pocas cualidades me resultan más admirables que el autocontrol, la frialdad...

Pocas cualidades me resultan más admirables que el autocontrol, la frialdad... De pequeño tenía un sueño recurrente en el que disputaba la final de Copa de Europa con el Barça y el árbitro señalaba penalti en el último suspiro. Jose Mari Bakero, nuestro capitán, se acercaba y me entregaba la pelota para que chutase y sentenciara el partido, cosa que nunca sucedía. Sentía como se me aflojaban las piernas mientras me alejaba del balón, como las miradas de todo el estadio se clavaban en mí y, al final, siempre terminaba mandando el balón al segundo anfiteatro. Entonces me despertaba y me repetía que era el capitán del equipo de voleibol del colegio, que jamás jugaría en el Barça ni lanzaría un penalti en una final de Copa de Europa, que todo había sido una horrible pesadilla.

El pasado viernes me crucé con la infractora por la calle: yo, como siempre, atendiendo al teléfono en intervalos de cuatro pasos, ella paseando un perro con aspecto de jabalí. La reconocí por el pelo grasiento y su mirada de Donald Trump, de lideresa del mundo libre, de controlar el maletín con el botón rojo. "Gracias", me dijo al situarse a mi altura. A punto estuve de echar a correr pero mantuve la calma y despaché el compromiso con un "de nada" apenas perceptible, de esos que te hacen dudar de si realmente has dicho algo o todo ha sucedido en tu cabeza. Apuré el paso, saqué las llaves, abrí y me refugié en el portal del edificio, incapaz de descifrar la razón por la que el corazón estaba a punto de salirme por la boca: seguramente fuese el miedo pero quién puede asegurarme que no es eso lo que todo el mundo llama amor.

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