Blog | Ciudad de Dios

El cuadro

Un día apareció un desconocido por el bar con un retrato al óleo de mi padre bajo el brazo. Lo colocó sobre la barra, pidió un vino y se puso a ojear el Marca con ese pasar las páginas displicente de antiguo lector desencantado. Yo, que aprendí el oficio desde muy pequeño, abrillantaba copas con un trapo sin decir palabra, mirando de reojo la pintura para convencerme de que era él, mi padre. Y lo era: más gordo, más sonrosado... Más pop, quizás. Pero mi padre, al fin y al cabo. "¿Quiere tapa?", le pregunte al fulano cuando ya iba por la mitad del periódico. "¿Qué hay?", repreguntó él. La atención al cliente tiene algo de rueda de prensa y uno debe medir muy bien sus palabras si no quiere empezar la pata buena de jamón por hablar más de la cuenta. "Lentejas o queso", respondí muy seguro de mí mismo, envalentonado al detectar un brillo de orgullo en la mirada de aquel mi padre retratado. "Queso está bien", concedió el extraño del cuadro, el vino y el Marca.

El cuadro. MARUXA

Del final de la barra a la cocina hay veintisiete pasos, los he andado y desandado tantas veces que podría ponerles nombres a todas las baldosas. Lo recorrí despacio, muy despacio. Nunca he sido lo que se dice un tío rápido pero aquel día me recreé como nunca en la parsimonia, tratando de encontrar el modo perfecto de transmitir la sorprendente situación a una familia laminada por los infartos. «Una de queso», le canté a mi abuela, luto cerrado y quinto dan en manejo de cuchillos. Mi padre daba cuenta de un jurel con ese ballet suyo de desmenuzar pescado, mamá se limitaba a sorber algo verde, una crema de acelgas o algo peor. "Ahí fuera hay un tipo con un retrato tuyo", dije desde la puerta, sin atreverme a entrar del todo en la estancia. Otra cosa que me gusta mucho de él es que nunca se precipita, siempre se toma su tiempo antes de reaccionar. Un trago a la copa de vino, un tirar de servilleta, una miga de pan con la que juguetear... "¿Un retrato? Pero cómo un retrato, joder", dijo para disgusto de mi madre, que no admite los tacos en la mesa. "¡Pepe, jolines!", lo reprendió duramente, apretando muy fuerte la boquita y tirando su servilleta al suelo, que es prácticamente como si un inglés te abofeteara con un guante.

Mi padre miraba el cuadro como esos osos que no saben muy bien cómo atacar un panal sin llevarse más picotazos de los necesarios, haciendo gestos de querer meterle mano pero sin atreverse a dar el paso definitivo. "¿Y dice que este soy yo?", preguntó de repente al desconocido, que ya iba por el segundo vino y la segunda tapa de queso. "Ajá", contestó haciendo el gato, el intrigante. Aquello le valió una mirada fulminante de mi madre que se había unido al pelotón de evaluación como ella hace estas cosas: en silencio, con pasos cortos, situándose a la espalda del eslabón más débil. "¿Cuánto pide por él?", contraatacó mi padre llevándose la mano al bolsillo de la chaqueta. Ese también es un gesto muy suyo, el de echar mano a la cartera ante cualquier contratiempo. A mí me parecía increíble que fuese a tragar con aquella mierda pero si algo he aprendido con los años es a no llevarle la contraria, aunque solo sea por ahorrarle disgustos. "Queda así, por lo bebido y por lo comido", dijo el fulano levantándose del taburete y extendiéndole la mano.

Aquel cuadro reposa ahora en la casa de mi abuela, junto al otro retrato al óleo que se conserva en la familia: el de mi primo Javi vestido de de Primera Comunión. Lo vi hace unos días y me acordé de aquella transacción tan extraña, de aquel tipo canijo y silencioso que no he vuelto a ver jamás. Así que ayer me senté junto a mi padre a la hora del vermú y lo interrogué sobre el asunto, deseoso de conocer los detalles. Resultó que él tampoco conocía la pintor de marras, suponiendo que lo hubiese pintado él, ni mucho menos sus verdaderas intenciones.

Era evidente que, solo en pinturas y lienzo, aquello costaba más que los dos riojas y los cuatro triángulos de queso —finísimos, mi abuela podría laminar una pestaña— que se había ventilado el extraño. Pero lo que más me gustó, por encima de su aplomo, fueron las dos respuestas a las preguntas del millón. ¿Cómo pudo el tipo pintar aquel cuadro sin haber posado para él? "Con una fotografía", dijo mi padre. ¿Y por qué lo compró, así sin más? "Por vergüenza, imagina que acaba por ahí, en una casa de fuera". Me gusta mi padre, supongo: lo pinten como lo pinten.