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El coso ese

SE CELEBRABA el otro día en Pontevedra un evento cultural en el que participaba un candidato a las municipales. Ya en el turno de preguntas, su hijo, un chaval de nueve o diez años que había escuchado todas las intervenciones con sorprendente interés, levantó la mano para pedir la palabra y le hizo a su padre la pregunta más inteligente que se ha formulado jamás: "¿Cuándo vas a dejar el coso ese?" El coso era la política. Normal: el chaval ve que desde que empezó la precampaña el padre le dedica menos tiempo y eso no le gusta.

Más allá de lo anecdótico, esa pregunta debiera ser la primera en enseñarse en las facultades de periodismo. Igual ya lo hacen y yo no lo sé, que no sé cómo es una facultad ni por fuera ni por dentro. Será como otro coso.

Si los académicos tuvieran dos dedos de frente estarían ya cambiando la definición. "Política: dícese del coso ese". No existe mejor descripción. Las papeletas electorales también se adaptarían: "Doy mi voto a la candidatura presentada por tal partido para el coso ese". La expresión podría utilizarse para muchas otras cosas: la Corona, por ejemplo. O la propia España. Ya estoy viendo la pregunta en un referéndum: "¿Desea usted que el coso ese sea una república o que siga siendo el otro coso de ahora?"

Es buen momento para dejar de llamar a las cosas por su nombre, que son los nombres los que nos confunden. En estos tiempos de crispación casi prebélica nos ayudaría a entendernos. El pensar que nuestras vidas dependen de todos esos cosos nos uniría. La Constitución, por ejemplo, tan venerada por unos como denostada por otros. Si uno o una se refieren a ella como Constitución, que bien pensado es una palabra absurda a la que se le pierde el respeto con gran facilidad, parece algo sagrado o diabólico. Pero piense usted en ella como «el coso ese» y verá que ya no es tan difícil discutir sobre su reforma con sus amigotes de taberna.

Yo hice la prueba el otro día en el bar de abajo de mi casa. Unos vecinos peleaban con ese fervor que solo se da entre vecinos que se conocen desde hace un mes y están midiendo sus fuerzas para encarar la próxima reunión de la comunidad. Estaban a punto de llegar a las manos, azuzados por todos los presentes, cuando intervine yo con ánimo de templar gaitas, pues detesto la violencia siempre, y más cuando uno de los combatientes está a menos de un metro de mi caña. "Yo creo que habría que reformar el coso ese", dije pensativo. Inmediatamente los ánimos se relajaron y todos comenzamos a abrazarnos, a besarnos y a explorar nuestra sexualidad.

Yo en esto último, por no mentirle a usted, no participé, pues mi señora me dijo un día, hace muchos años, que no puedo ir por ahí explorando mi sexualidad: "No puedes ir por ahí explorando tu sexualidad, imbécil", así me lo dijo, que lo recuerdo perfectamente porque celebrábamos nuestra noche de bodas y esas fechas siempre quedan en el recuerdo, esculpidas sobre el mármol indeleble de nuestra memoria más viva. Eso último lo plagié de un poema.

Los extremismos, vayan en el sentido en el que vayan, vienen de ahí, de solemnizarlo todo, y la mejor arma para engrandecer cualquier cosa es el vocabulario, de ahí mi propuesta de dejar de llamar a los cosos por su nombre.

Llámele usted a Sánchez presidente del Gobierno e inmediatamente después le pedirá que se quede o que se vaya, que son las dos cosas que se le piden a Sánchez; pero refiérase a él como "presidente del coso ese" y comprobará que da más bien lo mismo. "Bah, si quiere presidir el coso ese, que lo presida. Alguien tendrá que hacerlo. Total, ya le tocará al siguiente cuando sea lo del otro coso ese de la urnas".

La expresión "el coso ese" hubiera ahorrado graves problemas. Puede que los catalanes ni hubieran organizado el referéndum para independizarse. "Bueno, qué, ¿montamos el coso ese o no lo montamos?" Y, desde luego, nadie hubiera mandado allí a la policía a apalearlos: "Me niego a mandar a las fuerzas y cuerpos de la seguridad del coso ese a apalear a los catalanes por montar un coso".

Todas estas cosas que nos dividen no son más que cosos, y nos los tomamos tan en serio que acabamos votando a Vox o peleándonos entre hermanos. Pues no. Si alguien quiere montar un coso, que lo monte, si se quiere ir para montar otro coso, que se vaya y que lo monte, y si no, que no lo monte; si está a gusto con el coso que tiene, allá cada cual, que no es más que un coso. Querer un coso significa también entender que no es más que un coso al que le ponemos un nombre tan ostentoso que unos fascistas encapuchados acaban apaleando a un chaval de Galiza Nova y otros a otro chaval en Vitoria por defender la unidad de España en la universidad. Que la cosa no es para liarse a palos. Que solo es un coso.

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