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Carmela, Ramiro y la vida

Rodrigo Cota - Historias del Camino - Carmela, Ramiro y la vida (18.11.21)RAMIRO ERA alfarero. Antes había sido pediatra con clínica en León. La clínica la había heredado de sus padres, como la casa de León, donde también tenía un ático en propiedad, y la otra casa, la de la aldea en Lugo, que sus padres habían rehabilitado con todo el mimo, respetando el bajo en el que su abuelo, Ramiro como él, había trabajado como alfarero toda la vida. La muerte prematura y accidental de sus padres le habían obligado a hacerse cargo de la clínica en cuanto terminó la carrera, y con ello decidió también adelantar sus planes con Carmela, su novia de toda la vida.

Carmela y Ramiro se habían conocido en el instituto. Ella pertenecía a una familia notable en León, que como la de él estaba encantada con el romance. Dos jóvenes con futuro, ambos buenos y hermosos estudiantes. Luego habían hechos sus carreras, él Medicina, claro, para ser pediatra como sus padres y ella Filología. Ambos habían terminado a la vez, un par de años antes de que sucediera todo, allá por 1992. Quedaron para cenar. Ramiro expuso sus planes: casarse e irse a vivir juntos a la casa de León, o al ático. Con la clínica ganaba un potosí. La fama del negocio le había permitido conservar la clientela, no debía un céntimo a ningún banco, así que propuso hacer todo aquello que llevaban años planeando: la boda, los hijos que tendrían, todo.

–Ramiro, ¿tú no has notado que últimamente nos hemos distanciado? –preguntó Carmela.

Eso no se lo esperaba Ramiro, entre otras cosas porque no, no había notado nada raro en su relación con Carmela. Luego, mientras guardaban un largo silencio, pensó que todo lo que le había sucedido, la muerte de sus padres, la carga de trabajo, la responsabilidad de atender a sus pacientes y llevar la clínica, quizá le había dejado sin tiempo para cuidar su relación. Así que lo reconoció y juró solemnemente que todo eso se había terminado. Estaba dispuesto a llevar a cabo sus planes, que lógicamente incluían dedicar tiempo a Carmela y a los hijos que iban a tener, que había pensado hacer unos cambios en la consulta, contratar a otra pediatra para completar el equipo y ayudar a conciliar sus vidas para que ella pudiera continuar con su trabajo sin tener cargas extras.

–Que no es eso, Ramiro, que no es eso. Es que las cosas han cambiado para mí también. Ya no siento lo mismo que sentía por ti hace años. No lo veo. Lo nuestro, quiero decir. No lo veo. Parecemos señores mayores, como si estuviéramos dispuestos a desperdiciar nuestra juventud para cumplir un sueño que planeamos siendo casi adolescentes. No quiero casarme ni tener hijos. Puede que más adelante sienta ese impulso o esa necesidad, no lo sé, pero seguramente tampoco sería contigo. No estoy enamorada ya desde hace años. Tampoco sé por qué no te lo he dicho antes, imagino que para no montar un drama en las dos familias– añadió como toda explicación. Era noviembre de 1990.

Dos años tardó Ramiro en reaccionar, tiempo que pasó como un zombi, refugiado en su trabajo, sin ver a nadie más que a sus clientes y a sus compañeras de trabajo. Sin saber de Carmela ni de nadie. Tampoco quería hacer con otra persona la vida que Carmela le había rechazado. Transcurrido ese tiempo, un buen día supo lo que iba a hacer. Traspasó la clínica guardándose un porcentaje en concepto de alquiler y un pequeño porcentaje de los beneficios; vendió sus propiedades en León, un doloroso escenario donde la vida se le hacía imposible, recogió sus millonarios beneficios y se largó a la casa del abuelo en Lugo, a los pies del Camiño. Allí recaló en 1992 el Xacobeo, la primera inmensa oleada del Camiño, que total llevaba funcionando desde siglos atrás aunque sin propaganda institucional ni como reclamo turístico.

Ramiro llegó para liberarse de su depresión, de su frustración vital, de su vacío laboral y de su inexistente futuro. Así pasó unos meses aletargado pero deseando que algo bueno saldría de todo aquello. Tanto tiempo le sobraba que empezó a bajar al taller del abuelo alfarero. No había llegado a conocerlo en persona, pero en su familia el abuelo Ramiro era venerado con devoción. El nieto, Ramiro pediatra se instaló por puro aburrimiento en aquella alfarería y le dio por aprender el oficio desde cero y sin maestro. Los tornos funcionaban como si fueran recién estrenados; aprendió a hacer arcilla, a moldearla y a hornearla. Empezó a exponer sus obras en la entrada de su finca. Si algún o alguna peregrina le pedían el precio, Ramiro les pedía la voluntad o les ofrecía las piezas a cambio de un poco de compañía y a coste cero. Con el paso de los años desarrolló una espléndida melena rizada y blanca y una barba de profeta, adquiriendo un aspecto que recordaba el de Yosi, de Los Suaves. Al cabo de tres décadas ya era un alfarero que frisaba los sesenta años y que vivía modestamente a pesar de la fortuna que había heredado de sus padres.

Un día, un gran día, apareció una señora con un niño. No le parecieron peregrinos. No llevaban mochilas, ni ropa o calzado de peregrinos. Tampoco eran de esos extravagantes que iban específicamente a verlo para comprarle botijos o ánforas. Vio cómo entraban en su finca al trote, el niño en el colo de su abuela.

–Ramiro, el niño está mal –dijo ella–. Es mi nieto. Lleva seis días con fiebre y nadie encuentra remedio. Por Dios te lo pido, atiéndelo–. Poco tardó Ramiro en reconocer a Carmela. Era igual de guapa que cuando eran prometidos. Mayor, pero tan hermosa como décadas atrás. Ni se molestó en decirle que llevaba años sin ejercer la pediatría, que por su culpa se había convertido en un rico hippie alfarero. Eso, supuso, ya lo sabía ella cuando se presentaba allí.

–Yo lo llevaría a urgencias –afirmó Ramiro tras comprobar los síntomas, más bien leves–, pero no se preocupe, no es nada grave –añadió fingiendo no reconocer a Carmela.

–Es tu nieto, Ramiro –anunció Carmela, y repitió–. Es tu nieto. Cuando me propusiste casarnos de golpe, formar una familia y vivir la vida que habíamos planeado en el instituto, aquella noche sentí pánico. Yo estaba embarazada y la vida que nos quedaba era tan larga que no me atrevía a decírtelo. No lo veía, ese futuro. Te lo dije, pero te oculté esta parte.

–Bueno –dijo Ramiro–. Esto es un catarrito de… ¿cómo se llama el niño?

–Ramiro, como el abuelo –contestó Carmela mientras a su viejo novio se le llenaban los ojos de lágrimas.

–No es nada lo que tiene –dijo Ramiro otra vez–. Yo tuve una novia con la que tenía muchos planes, entre ellos hacer el Camiño. Era año Xacobeo. –Buf, lo que llovió! –Y qué fue de la madre de este pequeño Ramiro?

–Podemos hablarlo mañana, cuando hayas curado a nuestro nieto. Menuda hija tienes. ¡Tenemos tanto que hablar!

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