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Celso, su vida y su bici

CELSO llevaba seis etapas reflexionando sobre la vida en general y particularmente sobre la suya. Atravesaba momentos muy duros, con todo y llantos, que luego eran sustituidos por risas y reflexiones más o menos profundas que lo dejaban todavía más pensativo. Llevaba de la mano una bicicleta, la mejor bici de montaña del mundo, al decir de los entendidos. Era una máquina belga, hecha en un exclusivo taller que tenía una producción de unas cien bicicletas al año, cada una hecha a medida del demandante. No había dos iguales. Era ligera y muy robusta y costaba un potosí.

historias del camino
Historias del Camino. TANIA SOLLA

Celso siempre había querido llamar la atención. Caminando pensaba si no arrastraría complejos o traumas, quizá algún evento olvidado de la infancia que seguía ahí escondido, o la relación distante que siempre mantuvo con sus padres. Igual tenía que acudir a un sicólogo o algo, porque lo suyo, reconocía, no era muy normal. Siempre intentaba llamar la atención de su grupo de la manera que fuese: cambiando de peinado o de estilo, tratando de ser gracioso, acaparando las charlas.

Ahora se daba cuenta. Cuando se reunieron para empezar la primera etapa, fue uno por uno enseñándoles su bici, hablando de lo maravillosa que era, de cuánto le había costado, de que estaba hecha exclusivamente para él, a medida, de cómo había conseguido que le vendieran una saltándose la lista de espera. Ahora que lo recordaba, se daba cuenta de que nadie había parecido especialmente impresionado, más bien todos y todas aburridas.

Luego se había puesto al frente del grupo y tras mirar atrás para comprobar que tenía la atención de todos, había dado la señal de salida. A la cuarta pedalada oyó un chasquido y la bici dejó de avanzar. Tenía la cadena rota, comprobó tras descender y buscar la avería. Varios compañeros lo adelantaron y siguieron como si nada. Cuatro pararon para ofrecer ayuda sin demasiado entusiasmo, por compromiso. Tres de ellos, se disculparon al ver que no podían hacer nada y se largaron también. El que quedó, uno nuevo en la pandilla, se mostró dispuesto a acompañar.

lo a algún taller para comprar una cadena nueva, pero no, dijo Celso, la cadena no era sustituible, para esos piñones y esas catalinas hacía falta una cadena especial, la que usaban en la fábrica. Así que el nuevo se despidió apresuradamente y dijo que se iba, que t e n í a q u e alcanzar a los demás.

Allí quedó Celso, solo, pensando qué hacer. Después de un buen rato, abrió una de las mochilas que llevaba a los costados de la bicicleta, cambió sus zapatillas de pedalear por otras y echó a andar arrastrando la máquina y el cargamento. Le quedaba un larguísimo trecho, pues salían de Roncesvalles. Mucho para algunos ciclistas y muchísimo más para un caminante que arrastraba una bicicleta. Era ligera, sí, pensaba, pero algunas cuestas se hacían difíciles con el peso de las mochilas.

El Camiño estaba muy animado. Se respiraba un gran ambiente y Celso se fijó en que la inmensa mayoría de los peregrinos eran gente normal. Se preguntó si alguno sería como él, siempre buscando atención, siempre presumiendo de algo, siempre haciendo cosas pretendidamente originales. Y ninguna se lo pareció. De vez en cuando alguien le preguntaba por qué hacía el Camiño tirando de una bici en lugar de subirse a ella. Los primeros días se explayaba contando lo de la máquina belga hecha a medida. Poco a poco empezó a variar el relato. Al cabo de unas etapas, empezó a contar la verdad: que se había comprado esa bici para presumir ante sus amistades, que la cadena se había roto al instante y que todos habían pasado de él porque era un ser insoportable al que aguantaban por caridad.

Descubrió sorprendido que a mucha gente le caía bien. Lo animaban, lo acompañaban y de vez en cuando alguno cogía la bici por él y se la llevaba unos kilómetros. Hizo amigos, compartió momentos que jamás olvidaría y entrando en Galiza se asombró ante la belleza de aquel país que nunca antes había visitado. Celso se reinventó, sin querer. De no haber sido por el Camiño, por la bici belga, y por su empeño en llevarla hasta el final, jamás se hubiera dado cuenta de que lo que la gente normal busca es a otra gente normal.

Cuando volvió a casa dejó pasar un par de días y se presentó en el bar donde se juntaban siempre. Llevaban tiempo sin verlo, pero nadie lo saludó con demasiada vehemencia. Se sentó a una mesa y, con calma, les contó todo: cómo había descubierto que antes era una farsa viviendo en un mundo paralelo y que en el Camiño, arrastrando su bici belga, supo que las amistades no se forjan llamando la atención ni creyéndose más importante, sino comportándose como uno más y que eso es lo que intentaría hacer en adelante. Algunos hasta lloraron.

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