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La cunchiña de Tania

Margarita se fijó en la Cunchiña. Estaba abandonada sobre uno de los escalones de piedra que daban acceso a una ermita que en ese momento estaba cerrada. Miró a ambos lados del sendero, por si había por ahí cerca alguien que la hubiera olvidado. Estaba empezando a llover y decidió cogerla. Era una Cunchiña de cartulina, con los ojos y la boca perfectamente dibujados y recortada con precisión. En una de sus caras ponía "Cunchiña de Tania".

Historias del CaminoMargarita reconoció al instante el perfil de la autora. Una niña de unos siete u ocho años con dotes artísticas. Para algo Margarita acababa de jubilarse como profesora de niños de esas edades. Sabía la importancia que estas cosas tenían para ellos. Imaginó que Tania, la dueña de Cunchiña, habría estado allí un rato al cuidado de un adulto, pues a esa edad difícilmente estaría pegándose etapas de 20 o 30 kilómetros.

Cuando Tania supo que sus padres se irían solos a hacer el Camiño, se enfurruñó. Nunca se habían ido de vacaciones sin ella y no entendía por qué ese cambio: "¡Abandonáis a vuestra única hija!", había acusado. Una reacción desmesurada que habría hecho reír a los padres de no ser por el gesto de decepción, ése sí muy sincero.

Fueron los abuelos, con quienes iba a pasar esos días los que limaron asperezas. Le explicaron a Tania la importancia del Camiño. La conocían muy bien y sabían que era una niña sensata. Le dijeron que iría muchas más veces de viaje con sus padres, pero que éste era uno que tenían que hacer sin ella. Le prometieron que le concederían algunos caprichos y que en pocos años ella también haría el Camiño.

A la mañana siguiente, cuando sus padres bajaron a desayunar con el equipaje listo, Tania les dio a Cunchiña. La había hecho tras la conversación con los abuelos.

-Es Cunchiña -dijo con cierta solemnidad mientras se la entregaba-. Es la mascota del Camiño. Es una concha de las que usan los peregrinos y es muy simpática. Tenéis que llevarla, que será vuestra mascota.

A los padres eso les emocionó y les liberó del peso que habían sentido tras el enfado previo. Tania comprendía y perdonaba que se fueran sin ella y eso era un alivio.

Tres días tardaron en perder a Cunchiña. Estaban haciendo el Camiño de manera poco habitual. Salían tarde, daban una vuelta por el pueblo en el que habían dormido, paraban mucho, comían en bares que les salían al paso o se hacían unos bocadillos y caminaban más bien de tarde. Habían parado aquel día a comer en aquella escalinata y al sacar de las mochilas los ingredientes para hacerse unos bocatas dejaron a Cunchiña allí. Fue una estupidez porque mientras comían no dejaban de mirarla, de hablar de ella y del detallazo que había tenido Tania al hacerla para que fuera su mascota. Pues se levantaron y echaron a andar dejándose allí la Cunchiña de Tania.

Un par de horas después, la madre preguntó:

-Llevas tú a Cunchiña, ¿no? 

-¿No la cogiste tú?

Echaron a correr de vuelta. Empezó a llover, primero poco, luego mucho. De sobrevivir, Cunchiña estaría empapada, pero al menos la salvarían y ya explicarían cómo se les mojó, pero cuando llegaron al lugar Cunchiña no estaba.

Lógicamente, mientras andaban de nuevo lo desandado, empezaron por echarse la culpa entre ellos, estrategia inevitable que nunca conduce a nada. Luego empezó a discurrir estrategias para salir del paso, todas rechazadas con contundencia por la madre: sugirió falsificar la Cunchiña de Tania; conseguir una de peluche y decirle que se había transformado, que había crecido, o algo; que se la habían dado a otra niña que estaba muy triste porque no tenía Cunchiña; que se la había llevado una gaviota en el pico para dársela a sus gaviotitos, o como se llamen las crías de las gaviotas. Cuando se agotaron las malas ideas, trataron de olvidar el asunto. Ya lo afrontarían.

Disfrutaron la penúltima etapa. Casi no tocaron el tema. A fin de cuentas, concluyeron, Tania era una niña madura. Se llevaría un chasco al verlos llegar sin su mascota, pero en fin, todo pasaría, que tampoco eso le iba a generar un trauma. Pero en los momentos en que pensaban en ello se sentían incómodos. No estaba bien. Habían perdido la Cunchiña de Tania. Volver sin ella supondría una nueva decepción, esta vez ganada a pulso.

Comieron en un bar un menú confortable y a buen precio. Producto del país, comida casera, trato familiar, ya se sabe. Se detuvieron luego un largo rato frente a un arroyo, lo suficientemente caudaloso como para que lo cursaran los peces, así en general, supuso el padre y allí se quedaron buscando peces hasta que vieron a tres de golpe.

Cuando llegaron al albergue encontraron cerca de la puerta de entrada a un grupo de peregrinos sentados sobre el césped, charlando. Les invitaron a reunirse con ellos y así lo hicieron. Estaban conociéndose, lo que estaba bien. Conocer a nuevos compañeros de viaje justo antes de afrontar la última etapa. Un buen momento para recordar. Algunos hacían planes para la vuelta a casa, otros contaban sus vidas. Era un momento que tuvo algo de mágico, como todo el que se genera entre personas que no se conocen de nada, que están disfrutando juntos y que jamás volverán a verse.

Margarita estaba sentada entre ese grupo. Ella ya había hablado: había contado su etapa como maestra y su reciente jubilación, que celebraba cumpliendo el sueño siempre aplazado de hacer el Camiño y más en año Xacobeo, como buena creyente que era. Ahora miraba y escuchaba a los demás, analizándolos uno a uno. De pronto se fijó en esa pareja, los últimos en llegar. Tras acomodarse, se habían integrado al instante participando de la charla. Margarita vio cómo, durante unos segundos se miraron entre ellos con gesto resignado. Su instinto de maestra se disparó. Había conocido a tantos niños y a todas sus madres y a todos sus padres a lo largo de su vida que había cosas que las sabía porque sí, porque las sabía.

-Perdonad, chicos. ¿Conocéis a una niña que se llama Tania? Tengo su Cunchiña

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