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Darío Bolas

Historias del Camino - Rodrigo Cota (24.02.2022)

AL FRENTE de la tuna de la facultad de Farmacia de la Universidad de Salamanca, Darío Bolas era el más entusiasta. Había convencido a todos sus compañeros de hacer el Camiño desde la puerta de la facultad hasta la de la catedral de Compostela. Les había pedido que todos llevaran sus atuendos de tunos y sus instrumentos haciéndoles creer que solamente los utilizarían para entrar en Santiago cantando Clavelitos.

Les anunció justo antes de salir del cambio de planes: harían todo el Camiño vestidos de tunos. Eso, dijo, sería mucho más real, emocionante y aventurero. A Darío Bolas nadie se atrevía a decirle que no. A sus 37 años era el decano de los tunos, probablemente del mundo entero. Todos sabían que se resistía a terminar la carrera porque había convertido a la tuna en su razón de ser. Veía cómo los estudiantes entraban, terminaban sus estudios y desaparecían mientras él seguía ahí año tras año, ejerciendo de profesor de música, de arreglista, de director, de todo.

Bolas no era su apellido real. Lo de Bolas le venía de su justa fama de mentiroso. Mentía a sus padres para que le pasaran dinero fingiendo que estaba trabajando como investigador pero con un sueldo muy bajo; mentía a sus compañeros, a quienes unas veces decía que era el rico heredero de un laboratorio farmacéutico que fabricaba medicamentos para mascotas y otras que era huérfano de un banquero venido a menos; mentía a sus profesores poniendo excusas de chiquillo cuando le recriminaban su falta de rendimiento.

Encabezando el grupo caminaba animoso con la mandolina decidiendo cuándo y qué se cantaba, dónde se comía y se dormía y administrando a su criterio el fondo del que por supuesto era administrador. No sabía que, tras él, se fraguaba una traición.

El encargado de la pandereta y uno de los guitarristas dilataron el paso para que el grupo los adelantara.

–¿Se lo dices tú o se lo digo yo? Porque o se lo dices tú o se lo digo yo.
–Ya, ya, se lo decimos los dos, o mejor, se lo decimos todos. Esta noche, durante la cena en el albergue, si es que cenamos ahí, que con éste nunca se sabe.
–¿Los demás están de acuerdo? Yo no he hablado con todos, no vaya a ser que alguien se ponga de su parte.
–¿Quién, hombre, quién? Si nadie lo soporta.
–También es verdad.

Tuvieron que interrumpir la conspiración y acelerar el paso porque Darío Bolas había decidido cantar Noche de amor, noche misteriosa. Tras la interpretación, el líder caminaba con entusiasmo, sonriendo feliz, pensando en qué inventar para mantener a la tropa unida mientras atrás se iban formando grupos en los que se iba transmitiendo la decisión de hablar con Darío esa misma noche y trasladarle la decisión unánime. Pararon en un bar, donde Bolas pidió por todos, raciones de calamares, jamón asado y unas botellas de vino del país.

–¡Chicos, os cuento, os cuento! –anunció haciendo sonar su copa con un tenedor para reclamar silencio y atención–. ¡Vamos a grabar un disco! Resulta que contactó conmigo una ejecutiva de una discográfica. En fin, yo le mandé unos vídeos nuestros y casualmente estaban buscando una buena tuna para interpretar una recopilación de clásicos.
–Lo mismo que hace tres años –dijo el de la pandereta.
–¿Qué dices?
–Hace tres años ya nos contaste esa milonga, exactamente así: las grabaciones que enviaste, la ejecutiva de la discográfica, la recopilación de clásicos, todo igual –insistió el panderetero.
–Bueno, aquello no fructificó, pero esta vez está amarrado. ¡Venga, a celebrarlo! –exclamó Darío Bolas levantando la copa en ademán de brindar.
–A ver, Darío –tomó la palabra el guitarrista, espoleado por la iniciativa del de la pandereta y por las tres copas que había bebido de más–. No te enteras, tío. No te creemos nada ya. Te llamamos Darío Bolas, ¿eso lo sabías? Estamos hartos de ti.
–¿Cómo? ¿Después de lo que he hecho por vosotros y por la tuna?

Hubo un murmullo de desaprobación que no pasó desapercibido al líder, acostumbrado a escrutar la expresividad de los tunos.

–¿Qué está pasando aquí? –preguntó ya mosqueado.
–A ver cómo te lo explico –intervino otro que tocaba una bandurria–. La tuna es algo para pasar el tiempo mientras uno es universitario. Una etapa en la vida que queremos disfrutar sin nadie que nos dirija y menos un tío que va camino de los cuarenta. Es como el Camiño. Queremos hacerlo bien, no a tu manera, recrearnos, respirar aire limpio y si nos apetece cantar, pues cantamos, no cuando lo decidas tú. Y eso de hacer todo el Camiño vestidos de tunos ya es la gota que colma el vaso. Te echamos. Lo hemos decidido entre todos. No estamos dispuestos a seguir así.
–¡Ah, ah! –dijo Darío llevándose la mano al corazón–. ¡Una ambulancia!
–Ahora el numerito del infarto otra vez. Lo que nos faltaba. ¡Que no cuela, Bolas!

Dos horas después, mientras los de la funeraria se llevaban el cuerpo de Darío, sus compañeros, con gran sentimiento, lo despidieron al son de ‘Triste y sola’.

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