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Dos extraños

Miguel Ángel se aproximaba un día más a la meta de su largo Camiño. Caminaba desde Roncesvalles sin más compañía que los habituales encuentros fugaces con otros peregrinos a los que se encontraba en albergues o a lo largo de la andadura. Como creyente que era, podía haber optado por la vía religiosa, pero ya lo había hecho otras veces y la motivación personal, el viaje interior, también tenía algo de espiritual. Si acaso cambiaba el enfoque de partida. Y estaba funcionando: el repaso a sí mismo, el autoconocimiento, la reflexión, algo que en anteriores viajes había descuidado, le estaban llevando a un nivel diferente. No mejor ni peor, pero sí diferente y en todo caso muy reparador. Se sentía bien. Pensaba mucho, meditaba, revivía buenos y malos momentos de su vida, hacía planes de futuro.

historias del camino
Tania Solla. 

Más que caminar, a veces diría que flotaba. Pasaba kilómetros, a veces tramos enteros, sin fijarse en los paisajes, experimentando solamente una tremenda sensación de libertad. Pensaba en ello cuando oyó una voz a su espalda que lo llamaba.

-¿Miguel Ángel? ¡Anda, sí que eres tú! -reconoció sin dudarlo la voz de Juan Muñoz, el mejor amigo que había tenido en la facultad de Derecho. Habían compartido además apartamento en Compostela y luego el contacto se había perdido.

-¡Juan! ¡Qué sorpresa, hombre! ¡Tanto tiempo!

Se fundieron en un sincero abrazo y siguieron caminando juntos, recordando a los demás compañeros, a los profesores, los amoríos, las juergas en los bares de la ciudad y las fiestas en su apartamento. Eso les llevó poco menos de una hora, tras la cual pasaron a relatar sus vidas desde que acabaran la carrera. Miguel Ángel, contó, había acabado trabajando en una notaría, redactando poderes, revisando contratos bancarios y declaraciones juradas antes de pasarlas a la firma del notario y de sus clientes. Esas cosas. Allí se había acomodado. Un buen sueldo, una responsabilidad limitada, un horario llevadero. Se había casado, tenía tres hijos, dos niñas y un niño, y llevaba seis años separado.

Por su parte, el camino de Juan no había sido muy diferente: llevaba el departamento laboral de una asesoría. Su trabajo era negociar con los sindicatos despidos de trabajadores y llegado el caso, dirimir el asunto en un juzgado; un trabajo poco emocionante. Tenía un hijo e iba por la tercera pareja. Ambos amigos habían acabado muy alejados de sus sueños de arreglar el mundo por medio de las leyes y la justicia. Tampoco habían buscado nuevas metas laborales. Se habían acomodado en sus respectivos círculos de confort y uno y otro se declararon felices en la conformidad de la suerte que les había. Esta segunda parte de la conversación les llevó otra m e d i a hora. Luego, la tercera parte de la conversación, que duró poco más de un cuarto de hora, la dedicaron a los viejos compañeros a los que seguían en redes sociales. No había verdaderas relaciones. Un me gusta por ahí o un compartir una entrada, un emoji de felicitación cuando los cumpleaños, pero nunca conversaciones ni contactos, ni siquiera pasajeros.

Siguieron caminando en silencio, un silencio que al cabo de dos kilómetros era tan atronador como incómodo. Miguel Ángel, que era el que hacía el Camiño trascendental y reflexivo, fue el primero en comprender que se habían convertido en extraños. Los años que habían compartido en su etapa universitaria daban para eso, para menos de dos horas de conversación. Tampoco sentía la necesidad de saber pormenores sobre la vida de Juan. Ni cuáles eran sus aficiones, ni dónde vivía, ni las metas que todavía consideraba alcanzables. Le daba igual. Para él, Juan se había reducido a un desconocido.

Por su parte, Juan llegaba poco después a conclusiones parecidas. La época en el apartamento y en la facultad era de otro tiempo. El destino los había colocado ahí y los había convertido en grandes amigos, pero solamente para aquel momento ya superado tanto tiempo atrás. Total, pensó, si uno y otro habían roto el contacto sin motivo aparente tras acabar la carrera, por algo era. Se arrepentía de haber llamado a Miguel Ángel para saludarlo en medio del Camiño. Debió dejarlo en paz.

Miguel Ángel miraba cada dos minutos el reloj mientras Juan dirigía la vista al cielo como si estuviera viendo pájaros inexistentes. La situación, absurda a más no poder, se estaba alargando demasiado. Ninguno de los dos quería avanzar un metro más junto al otro, pero tampoco se atrevía a dar el paso. ¿Cómo decirle que su compañía le incomodaba? Habían sido grandes amigos que compartían confidencias, preocupaciones, anhelos. Mucho habían convivido, siempre de buena manera, sin más que algunas discusiones de borrachera que se olvidaban con la resaca compartida.

-Creo que voy a parar en este bar -dijo al fin Juan señalando un local que había aparecido justo delante, tras una curva.

-Sí, sí, no te preocupes. Yo sigo, que luego me enfrío y cuesta volver a arrancar. Oye, Juan, ha sido un placer volver a verte y saber que estás bien.

-Lo mismo dijo, Miguel Ángel. Que todo siga bien.

Se despidieron con un abrazo mucho menos cálido que el primero y siguieron cada uno su propio Camiño

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