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La cura de Iago

Iago caminaba como un poseso. Tres meses antes, tras su ruptura de un emparejamiento tormentoso y tóxico que había durado casi tres años, se había enfrascado en su trabajo. No quería hablar con nadie; no quería ver a nadie y odiaba esos momentos en los que se encontraba con algún amigo por la calle y todo eran preguntas sobre cómo se encontraba, invitaciones a ir de copas con su grupo de toda la vida, deseos de mucho ánimo y alguna que otra invitación particular para ir a cenar o tomar un café, ver una película y ya se verá. Todo aquello no servía para otra cosa que aumentar su ansiedad.

Por si aquello fuera poco, recibió días después una llamada de la responsable de recursos humanos de su empresa, quien le exigía disfrutar de sus vacaciones. Él dijo que no, que no necesitaba vacaciones, que quería trabajar. Expuso abiertamente su situación para ablandar el corazón de aquella mujer y ella le dijo que lamentaba el asunto y le transmitió su comprensión personal, pero le dijo que antes de acabar el año debía cogerse los días libres que le quedaban y que el mejor momento era precisamente ése, antes de la campaña de Navidad, en la que esperaban el habitual remonte de ventas para el que contaban con su concurso, así que estaba en su piso, amargado y deprimido, sin coger el teléfono ni pisar la calle.

Su grupo de amigos y amigas aparecieron una noche por su casa aporreando la puerta, cargados de pizzas y cervezas. No tuvo más remedio que abrirles la puerta y aguantar de golpe todo lo que quería evitar: los ánimos, los pronósticos de que encontraría cualquier día una nueva pareja con la que sería feliz. Todo eran preguntas, sugerencias y consejos que no quería escuchar y que le incomodaban.

Entre toda aquella tormenta de ideas, escuchó a Lara poniendo sobre la mesa la idea de hacer el Camiño como una terapia para resolver malos momentos. Si hubiera prestado antes atención a Serxio, que le proponía hacer un viaje a Disneyland París ya estaría buscando billetes en Internet, pero se quedó con el Camiño. Cualquier opción le parecía mejor que la de seguir escuchando un minuto más a sus amigos buscando la mejor manera de arreglarle el alma y el corazón, pero se quedó con la frase de Lara, pronunciada además en voz baja, como si Lara lo dijera por decir algo.

-Mañana empiezo el Camiño desde Lisboa -dijo-, así que si me dejáis, tengo que dormir.

Todo el mundo empezó a chillar y a hacer aspavientos. Unos estaban de acuerdo y a otros les pareció que lo razonable era pensar las cosas con calma, no tomar decisiones precipitadas y mucho menos improvisadas, sin valorar otras opciones. Ante la firmeza de Iago las voces se fueron acallando y el grupo se largó dejándole la mesa del salón llenas de cajas de pizza medio llenas y cervezas totalmente vacías.

Y lo hizo: pocas horas después, de madrugada, estaba en un autobús en dirección a Porto, donde haría transbordo para llegar en tren a Lisboa. En la mochila no llevaba más que algo de ropa, unas latas que tenía el la alacena, una bolsa mediada de pan de molde y una manta. Así como llegó a la estación de Lisboa, sin mirar ni la hora, estaba caminando hacia Compostela. Iago lo hacía furiosamente. No contaba ni el tiempo ni los kilómetros. Cada día hacía etapa y media y si el tramo no tenía muchos repechos, dos etapas de una sentada. 

Sólo se detenía para comprar más conservas, algo de fruta, más pan y más agua. No paraba ni para comer. Abría una lata de berberechos o de mejillones, se la bebía de un trago y de vez en cuando comía una rebanada de pan, un plátano o una manzana. Caminaba hasta caer rendido, se curaba las ampollas, dormía unas horas y vuelta a empezar. Estaba liberando su frustración con furiosas caminatas. No cambiaba más de dos o tres palabras con nadie porque iba más rápido que todos y no bajaba la mirada del suelo para no propiciar conversaciones.

Llegando a la altura de Vigo con la noche casi encima, detuvo el paso para buscar un lugar donde dormir al raso. Sólo dormía en albergues cuando estaba derrotado físicamente y sólo quería una ducha y unas pocas horas de sueño.

-Xin chào. Tìm nơi để ngủ? -escuchó una voz a sus espaldas. Era una joven asiática que le hablaba con una sonrisa cinematográfica.

-Perdona, no hablo tu idioma, lo siento -contestó algo desconcertado-. Soy Iago.

-Rất tốt, chúng ta sẽ gặp nhau -dijo ella, que siguió su camino.

Iago despertó tarde tras una noche que alargó lo que pudo. Pensaba hacerse otra pila de kilómetros, así que desayunó con calma una lata de atún, dos rodajas de pan y una manzana, llenó la cantimplora en una fuente de la que también bebió y emprendió de nuevo la ruta con ese andar en el que ponía toda su rabia. Como siempre, avanzaba con la cabeza gacha, adelantando a cada peregrino que iba delante, hasta que una voz familiar le detuvo:

-Xin chào lần nữa. Tại sao lại vội vàng như vậy? -preguntó la chica asiática de la noche anterior.

-Ah, eres tú otra vez. ¿Cómo te va? -contestó Iago ralentizando el paso para caminar a su lado.

Continuó el Camiño con ella hasta Compostela. Por primera vez en meses se sintió cómodo y acompañado. A lo largo de los siguientes días hablaron mucho. Iago le contó toda su vida, desde sus primeros recuerdos hasta el abrupto divorcio y las dificultades que estaba encontrando para superarlo, incluyendo la intromisión bienintencionada de su grupo de amigos para intentar que olvidara su desventura. Ella aprovechaba sus silencios para tomar el relevo y hablar. La sucesión de monólogos duró hasta Compostela. A veces se miraban y sonreían o uno asentía mientras la otra hablaba hasta que cambiaban los roles.

En el Obradoiro, tras visitar juntos la catedral, la chica sacó su móvil e hizo un selfie con Iago.

-Rất vui khi được đi cùng bạn. Bạn đã giúp tôi rất nhiều. Anh sẽ giữ em lại như một trong những kỉ niệm đẹp nhất của đời mình -dijo. Le besó en la mejilla y se despidió con un gesto.

-Gracias por todo -contestó él-. Has sido una gran amiga.

Ella se llevó una foto de recuerdo. A Iago le quedó la satisfacción de haberla encontrado y la convicción de que en determinados momentos no hay nada más relajante y curativo que hablar para una persona que sabe escuchar sin juzgar, aunque sea porque no entiende tu idioma.

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