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El sacrificio de Teodomiro

Rodrigo Cota - Historias del Camino - El sacrificio de Teodomiro (22.09.21)

TEODOMIRO RINALDI Castro era argentino, hijo de italiano y de gallega. Había amasado una fortuna de suficiente entidad para pasar de rico a millonario aunque no a multimillonario, embotellando bebidas carbonatadas de sabores. La empresa se la había dejado a su hija Estela con la tranquilidad de que sabía cómo llevarla. Y Teodomiro lo primero que hizo tras jubilarse fue viajar por Europa, primero para conocer en Italia la tierra de su padre. Luego estuvo en Londres, en París, en Berlín, las grandes capitales. A pesar de que se alojaba en los mejores hoteles y comía en los restaurantes más afamados, pronto se aburrió. La soledad, pensó, y la ausencia de rutina.

Hombre devoto, decidió agradecer a Dios parte de lo que mucho que le había dado: una buena esposa y madre que había fallecido un año antes; una hija maravillosa y trabajadora, Estela; y un hijo vividor, Alfonso, a quien siempre había consentido sus caprichos por extravagantes que fueran, por darle una infancia y una vida que Teodomiro nunca había disfrutado, siempre pendiente de salir adelante, de la fábrica; de sortear las crisis y los vaivenes políticos de la Argentina.

Pensó que para demostrar tanta gratitud, debía hacer un sacrificio a la altura de las bendiciones que había recibido, así que decidió hacer el Camiño de Santiago de rodillas. Había visto imágenes de gente que peregrinaba de rodillas a Lourdes o a Fátima, así que le pareció una idea brillante para compensar a Dios el poco tiempo que le había dedicado hasta entonces. Nunca faltó a una misa dominical y nunca se acostó sin dar gracias al Señor, pero aquello se había convertido con los años en otras costumbres más, como desayunar un café, una tostada con dulce de leche y un zumo de naranja.

A los cien metros de empezar la primera etapa ya lo veía fatal. Le dolían las rodillas, el chándal tenía dos agujeros como los de los pantalones de Joey Ramone y sospechó que empezaba a sangrar. Pese a todo decidió avanzar, convencido de que pronto se acostumbraría, que estaba en buena forma y que lo difícil, como le había enseñado la vida, siempre tiene inicios laboriosos. Decenas de peregrinos lo adelantaban mirándolo con extrañeza y algunos le preguntaban si necesitaba ayuda. Bufando, agradecía el ofrecimiento con un gesto y avanzaba unos metros más, dejando tras de sí un reguero de sangre.

Cuando ya no pudo aguantar se detuvo. Era incapaz de moverse ni para sentarse ni para ponerse en pie. A los quince minutos una ambulancia vino a recogerlo.

-¿Pero qué ha hecho, hombre? -le preguntó la médica- ¡Por favor, tiene las rodillas totalmente destrozadas!

-¿Eso que se ve ahí no es un hueso? -dijo un curioso señalando la pierna de Teodosio-. Parece la tibia. Soy veterinario -anunció a los presentes-, pero nunca había visto cosa semejante. Lo mejor es abanicarlo, yo qué sé.

A Teodosio se lo llevaron al hospital, donde permaneció varias semanas mientras se le curaban las heridas. Le avergonzaba que todo el mundo allí supiese en motivo de su ingreso, pero en fin. «He pecado de soberbia. He retado a Dios. ¿Cómo he osado? Haré el Camiño descalzo», discurrió.

El segundo intento le salió algo mejor aunque tampoco fue exitoso. Los pies aguantaron mejor que las rodillas, y al principio sentir el contacto de la tierra que pisaban los peregrinos desde hacía siglos le pareció hasta placentero. Rezaba y caminaba; caminaba y rezaba. Cuando hizo una parada para beber agua de una fuente y comer algo de fruta, se miró los pies y ya no los vio demasiado bien. Elevó una plegaria alzando los brazos al cielo y mirando a las nubes: «Señor, que este sacrificio que te ofrezco con toda humildad para agradecer todo lo que has hecho por mí, sirva como penitencia de mis pecados. Ayúdame, oh, Señor, a llevarlo a buen término». Dos etapas, duró, y acabó en el mismo hospital y en la misma planta. Los médicos le explicaron que probablemente le costaría caminar con normalidad cosa de un mes o mes y medio o cuatro meses, pues comprobaron que no sólo tenía los pies hechos polvo, sino que al no guardar el reposo indicado, el estado de las rodillas no había evolucionado como debiera. «Y rece para que no le queden secuelas, Teodomiro, que se la ha jugado usted».

Ni dos semanas pasaron y Teodomiro estaba nuevamente en ruta, esta vez a lomos de un formidable corcel. Hizo todas las etapas felizmente, teniendo mucho cuidado al descabalgar de no caminar más de tres metros apoyado en unas muletas que llevaba atadas a la silla del caballo, como Clint Eastwood llevaba la escopeta. Como jinete con cierta práctica, consiguió hacerse con el caballo en media hora y empezaron a actuar de manera simbiótica. No había comprado un caballo cualquiera, sino uno de raza pura, bien entrenado y que valía un potosí.

Cuando, parado en medio de la Praza do Obradoiro, bajó del caballo, pensó en arrodillarse para dar gracias a Dios, pero fue incapaz. Vio que tampoco le resultaría demasiado fácil permanecer en pie, en primer lugar porque ni con las muletas aguantaba el dolor; y en segundo lugar porque adoptar una actitud orante con las muletas estorbando mientras trataba de juntar las manos no le parecía buena idea. Con gran dificultad, subió de nuevo al caballo y una vez allí, se dirigió a gritos a Dios: «¡Gracias, Señor, por aceptar mi sacrificio! ¡Gracias por sostenerme durante todo este Camiño! Bendíceme, Señor, pues tienes en mí al más leal de sus siervos!», exclamó dando al tono de su voz un aire altomedieval.

-Señora, por favor. ¿Me alcanza las muletas? Sí..., gracias..., es que tengo..., me las dejé en el suelo y tengo que ponerlas aquí..., muchas gracias, gracias, muy amable.