Se busca gurú

Con el final del verano no son pocas las ocasiones en las que la gente se une a una tendencia a la melancolía, hay algo en el fin de esta estación que posee la misma energía que un atardecer, determinadas horas del reloj o días como el domingo. No es tristeza, es ser consciente del fin de algo y añorarlo incluso antes de verlo terminar 
Táboa
photo_camera Lorde

CONTRA ESTAS sensaciones a medio camino entre instinto natural y construcción cultural surgen voces, la mayoría de ellas acaudaladas, que defienden un estilo de vida desenfadado, conectado a la madre naturaleza de manera que estemos siempre en equilibrio. Las comparaciones con los hippies son inmediatas, pero entre sus filas ya no hay melenas y estampados. Ahora hay iconos de la talla de Lorde (Nueva Zelanda, 1996).

La que en su momento fue una gran estrella del pop alternativo gracias a la canción viral Royals, ha decidido dar un giro a su vida y como consecuencia también lo ha hecho su sonido, del que damos testimonio con su tercer álbum Solar Power. Puede que este cambio, divisorio tanto entre público como crítica, sea uno de esos ejemplos de incomprensión en presente, pero genialidad con el tiempo, como le ocurrió a Radiohead.

Antes de realizar una incursión por la Antártida que le abrió los ojos desde el sentido político al espiritual, Lorde fue un meteoro dispuesto a aprovechar la creciente tendencia de la música alternativa y coronarse a ritmo de sintetizadores, bases de percusión potentes y coros de su propia voz en diferentes alturas. Pero no solo eso, era la cara de la adolescencia que habían invisibilizado. La angustia, el hastío, la oscuridad.

No fue una vuelta a lo gótico, pero con el debut Pure Heroine, Lorde ponía el dedo sobre varias heridas no cicatrizadas. Rememoraba la infancia en pinceladas, criticaba las aspiraciones de su generación ("Estudian Economía, yo estudio el suelo", dice en A World Alone) y se apartaba de la idea de que solo se puede cantar al amor. Para ella esto se asemejaba más a unos diarios personales cantados.

Sin todavía haber sumado 18 años, a su alrededor se generó una expectación. Acumulaba premios importantes con facilidad y se convirtió en una habitual de todas partes. Tras haber sido descubierta en un pequeño concurso de talentos en su país natal y conservada por una discográfica hasta estar lista, ahora recogía frutos. Y no le gustaban, aunque ella gustase a todo el mundo.

David Bowie la bautizó como la reina de la música alternativa y le pronosticó una carrera imparable, heredera de su legado, y debido a su expresividad al interpretar sus canciones, la actriz Tilda Swinton hizo lo mismo por su parte. Pero esto solo añadía presión, con menos de 20 canciones cargaba con expectativas ajenas que no había solicitado.

Entonces ocurrió lo lógico, que no común. Desapareció. Se despidió de Estados Unidos, del mundo, de los premios y las fiestas, de las cámaras y las entrevistas. Se refugió en su casa, en su pareja, en su vida. Comentaba que estaba trabajando, viajaba a diferentes países y disfrutaba de lo ganado. Pero tras una dramática ruptura todo tomó otro rumbo y 4 años después, en 2017, llegaba ‘Melodrama’, su expiación y despedida a lo que había sido.

Ya no se identificaba con lo que había dicho, todo era una exageración desmedida de la hormona adolescente que la poseía. En este segundo disco, su más aclamado trabajo hasta el momento, reflexiona sobre las pérdidas y las relaciones sociales, el aislamiento por amor, la destrucción de las rutinas, la caducidad de los recuerdos ("Oh, qué rápido pasa la noche, limpiando consigo las copas de champán", canta en Sober II) y la obsesión por la perfección en estos tiempos.

En este renacer se había desprendido del dramatismo y la oscuridad, se había iluminado con luces de neón y había profundizado en la diversión mundana como vía de escape. Se reía de sí misma al tildarse de melodramática. De nuevo triunfaba a todos los niveles, pero era distinta. No era la chiquilla entrenada para ser estrella, se había emancipado. Y tras todo el ruido, de nuevo vino un silencio aún mayor.

Se sabe que estableció su base de trabajo en Nueva Zelanda y comenzó a hornear tartas, conversar con su madre más a menudo y preocuparse por la deriva del mundo. Viajó a lugares extremos y la luz del hielo antártico la deslumbró. Salió del pozo en el que la habían encerrado, su imagen pública oscura, y mientras se definía como alguien feliz ya advirtió: "A mucha gente no va a gustarle lo que voy a hacer". Entonces llegó Solar Power, otros cuatro años después.

Recuperando el sonido de los años 70 en guitarras sucias, baterías rítmicas y coros irregulares, recordando tanto a los Beach Boys como a George Michael, Lorde se abalanza sobre lo orgánico y su poder para pedir unión frente al cambio climático, criticar el sistema de estrellas falsas de Hollywood, la ultraconexión y vigilancia en internet ("Tiré mi teléfono al agua, ¿puedes localizarme? Ja, no", canta en Solar Power) o la búsqueda constante de líderes y gurús como derrota del individualismo.

Aunque ha sido criticada por su frialdad y obviedad al querer abarcar temas tan serios, lo cierto es que solo la han malinterpretado. Es deliberado el abrazar una imagen simplista y cercana a las influencers que hablan de las energías de los minerales y cía. Esta performance, en la que se vuelve rubia y pija por momentos, critica la cultura y comercio que entre todos permitimos, que empobrece las causas. Lorde ha querido avivar el debate y la conciencia, ha generado ruido. Ahora desaparecerá otros cuatro años. 

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