Opinión

Francisco Franco, 10 de junio

COMO ES sabido, la decisión del Ejecutivo responde a un mandato parlamentario derivado de la Ley de Memoria Histórica. Que los restos de Franco no podían seguir en lugar de pública exaltación junto a los de unas treinta mil víctimas de la guerra provocada por el fallido golpe de Estado que el propio Franco coprotagonizó en julio de 1936. También apela Moncloa a una resolución del Parlamento Europeo que compromete a los gobiernos contra cualquier forma de enaltecimiento del fascismo.

Como los malos jugadores de ajedrez, Sánchez movió pieza sin haber pensado los dos o tres siguientes movimientos según la respuesta del adversario. Decidió la exhumación por decreto-ley sin haber pensado en la re-inhumación. Y el asunto se enredó tras el viaje vaticano de Carmen Calvo, vicepresidenta del Gobierno. Ahora se parece más a una comedia que a un drama, sin olvidar las pegas del prior benedictino del Valle de los Caídos, Santiago Cantera. Moncloa le acusa de obstruccionismo y rastrea su pasado falangista las causas de su negativa a permitir la exhumación sin expresa autorización familiar.

Cantera es un digno sucesor del primer prior de la basílica, fray Justo Pérez de Urbel, mitad monje y mitad soldado falangista, adalid de aquel nacional-catolicismo que paseó a Franco bajo palio y autor facial de un libro sobre los mártires de la guerra civil cuyas biografías se inventó en sus horas libres el gran Carlos Luís Álvarez (‘Cándido’).

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