La princesa de los perros flacos

Elena Poniatowska. SÁSHENKA GUTIÉRREZ (EFE)
Elena Poniatowska. SÁSHENKA GUTIÉRREZ (EFE)
Hace 60 años, Josefina Bohórquez se quejaba y despotricaba de su vida a gritos desde una azotea de Ciudad de México. En la acera, la periodista y escritora Elena Poniatowska (París, 1932) escuchaba fascinada. Era la voz de la calle, que le hablaba como una señal.

El linaje de determinadas familias parece suficiente para delimitar las posibilidades vitales de una persona. Sin embargo, un caso como el de Elena Poniatowska prueba que hay gotas de sangre capaces de cambiar siglos. Aunque ella prefiere hoy en día ser referida como Elena Poniatowska Amor, para no eliminar a su madre de la ecuación, lo cierto es que su nombre completo es Hélène Elizabeth Louise Amélie Paula Dolores Poniatowska Amor. Sus orígenes se clarifican en la retahíla, pero su elección más sencilla habla de sí misma.

Como bien recogen los libros de historia de Polonia, Estanislao Augusto Poniatowski fue el último rey polaco y segundo amante de Catalina La Grande, un impulsor de la ciencia, la educación y la cultura. Además, la familia de la escritora francomexicana desciende directamente de él. Por cuestiones hereditarias, Elena Poniatowska ostenta el título de princesa, pero en su vida supo pronto que nada de eso era importante para avanzar.

El cóctel genealógico se vuelve sencillo partiendo de su hogar. Poniatowska nació en el París previo a la Segunda Guerra Mundial, residía en la Rue Berton y tenía prohibido acercarse al Sena. Sus padres se conocieron y enamoraron en un baile celebrado en un palacio de la Place de la Concord. Johnny, su padre, era francés de nacimiento y príncipe exiliado, como tantos otros de su familia desde el siglo XIX. Paulette, madre de la escritora, había nacido en Francia, aunque sus orígenes eran mexicanos y porfirianos, por lo que habían huído del país tras la revolución de 1910 al perder toda su fortuna.

Entre los dos juntaban un dinero suficiente para poder vivir en Biarritz y París, aunque los abuelos paternos acogieron a la niña en Vouvray y Mougins durante mucho tiempo. El motivo respondía a la ausencia de sus padres, ambos en el frente de la Segunda Guerra Mundial. Su padre, en el ejército; su madre, conduciendo ambulancias. Frente al bando nazi y fascista, la monarquía polaca.

Lejos de las tardes de piano escuchando partituras de Chopin, Elena Poniatowska llegó a México en 1941 a bordo de un barco de refugiados, junto a su madre y su hermana. En la distancia, la familia seguía el horror bélico y deseaba el reencuentro de todos. Cuando el padre se les unió en su nueva vida, invirtió en la creación de los laboratorios Linsa, que quebraron. Igual suerte corrió después con un restaurante. Pese a ello, su casa en el Paseo de la Reforma se mantenía estable.

La cuestión lingüística apremiaba. Las niñas necesitaban aprender el idioma y hacerlo de manera práctica. Fue gracias a Magda, su nana, que el español entró en su mente. En múltiples ocasiones se ha referido a ella como la responsable de su idioma y la guía por las costumbres de México y la diversidad de su país. Ahí se formó una semilla que crecería en ella.

Una educación europea

La educación de Elena Poniatowska se mantenía cercana a la de una joven de su edad y su clase social en la vieja Europa. Danza, música, costura, idiomas, literatura. Sin embargo, en las calles y en el mundo externo, la pobreza y la desigualdad le resultaban tan llamativas como incomprensibles. No comprendía, por ejemplo, por qué mucha gente caminaba descalza e incluso le provocaba risa. Cuando adquirió conciencia, llegó también la curiosidad. 

La escritora fue enviada a un convento de monjas en Estados Unidos para estudiar y aprender inglés. Después de tres años viviendo entre Filadelfia y Nueva York, regresó convencida de no abandonar México. Aunque no solo eso, ya que estaba dispuesta a desafiar el orden social y establecerse como mujer independiente. Rompió un matrimonio concertado por su familia y decidió estudiar taquimecanografía. Gracias a su historia vital, pudo colocarse laboralmente como secretaria bilingüe.

El salto a la literatura llegó a través del periodismo, un oficio que desempeñaba por hambre intelectual. Debido a las limitaciones de su tiempo, la sección más accesible para una mujer era la de cultura. El periódico Excélsior fue su punto de partida. Para él firmó crónicas durante un año bajo el nombre de Hèlene y comenzó a relatar la sociedad mexicana de la década de los 50.

Asumió con ánimo la solicitud del periódico de publicar cada día una entrevista a una personalidad cultural, una difícil tarea para alguien de su edad y experiencia. Entre sus insignes primeros textos contó con la fadista Amália Rodrigues, el escritor Juan Rulfo o la actriz Dolores del Río. Al exponerse al oficio, la calle y la esfera cultural, surge en Elena Poniatowska una necesidad de conocer el mundo en el que vive.

Una censura sutil

La frustración de la escritora aparece cuando quiere plasmar lo más real que puede encontrar. La censura caía sobre ella en forma de halago y sugerencia. Recuerda vívidamente como el propio Juan Rulfo o Carlos Fuentes se embravecían hablando de libertad mientras actuaban como censores de cine, precisamente cuando México se jactaba de una industria potente. El más surreal de los escenarios que en ese ámbito observó Poniatowska fue cuando ordenaron sacar a dos perros de una secuencia por estar muy flacos. “Denigran a México”, argumentaron los censores. Pobreza y miseria no existían.

Tras publicar su primera recopilación de cuentos, Lilus Kikus, en 1954; Poniatowska decidió durar un año más en su puesto. Comienza así sus colaboraciones con los diarios Novedades y La Jornada en 1955, con los que mantendrá una fructífera relación toda su vida. Destaca aquí su interés por entrevistar a escritores, especialmente mexicanos, y el resultado de éxito que encuentra en cada trabajo, que sirvió para glosar más tarde en dos tomos.

Ha trascendido recientemente que en esa época su vida se pausó por un hecho violento. Es reconocido por los compañeros de Elena Poniatowska la minuciosidad de su trabajo y la honda documentación, en algunos casos llegando a cartearse o a solicitar información con su entrevistado. Cuando llegó el turno de hacerlo con el escritor Juan José Arreolas, algo se torció al medio.

En el día decisivo de realizar la entrevista, Arreolas abusó sexualmente de Elena Poniatowska, entonces de 23 años, y ella se quedó embarazada. Al relatar lo ocurrido, la familia apoyó a la escritora y por cuestiones del momento aquello quedó en nada, pese a que tras la declaración de Poniatowska otras artistas ya en la vejez confirmaron situaciones similares. En aquel contexto, la escritora viaja hasta Italia a vivir de nuevo en un convento, en donde tiene a su hijo Emmanuel.

Regreso a México

A su regreso a México no cambió nada en su vida, salvo por la herida que ahora arrojaría luz a sus ojos ante la situación de la mujer en su país y bajo la amenaza machista. Esta causa se sumaría a todas las que entonces ya mantenía: lucha estudiantil, igualdad, fin de la pobreza, dignidad humana, educación y sanidad universales, y un largo etcétera que la ha vinculado políticamente siempre.

En 1959, Poniatowska entrevista a Guillermo Haro, figura clave de la astronomía mexicana, y se enamora de él. Nueve años después, se casarían. Debido al carácter machista de su pareja, la escritora poco a poco se aleja del oficio presencial y se convierte en periodista colaboradora. En 1962 se unió al equipo del antropólogo Oscar Lewis, uno de los fundadores de la novela testimonial, como su asistente.

En aquellos años junto a Lewis se forjó una relación diferente entre Elena Poniatowska, la entrevista, el método científico y la literatura. La escritora transformó su modo de realizar entrevistas para poder extraer testimonios y no respuestas a secas. Se niega a obtener una contestación acorde a la moral del momento y busca la visceralidad del carácter humano cuando se acerca a los barrios de México más empobrecidos, discriminados.

Así nace una forma literaria propia en Poniatowska, que es definido como un testimonio polifónico y de amplia representación. La importancia latente en su trabajo surge aquí gracias a la atención al ritmo, a la oralidad y el habla humana, a la opinión y su modo de expresarla más allá del texto. Una acción que se compone de cruce y confrontación.

Paseando por una calle de Ciudad de México en 1964, se fascinó al escuchar a una mujer gritar desde una azotea. Se acercó a conocerla y recibió el rechazo inmediato. Josefina Bohórquez se encontraba lavando ropa cuando Elena Poniatowska le comentó lo asombrada que estaba por su habla, por su expresión, por la fuerza de sus opiniones revolucionarias. Le propuso encontrarse y servirse de su voz para escribir su primera novela, una sobre esa voz mexicana silenciada por todos los poderes. Josefina se negó y la insultó, la humilló señalando la clase que las separaba.

Un trabajo de hablar

Poniatowska siguió a Josefina hasta su casa y la rondó hasta que esta aceptó con recelo. El trabajo consistía en hablar y conocerse, en relatar su historia, y así fue cómo la ciudad oculta se le mostró clara a la escritora. Después de saludar a Satán, un perro negro en la puerta del edificio, Poniatowska se reunía en un cuarto húmedo y sucio en el piso de Josefina cada miércoles, de cuatro a seis de la tarde, el único momento libre de la mujer. La escritora se sorprendió ante aquella señora que fumaba puros y se bebía un litro de aguardiente de una sentada, que escuchaba radionovelas, practicaba espiritismo y despiezaba cerdos. 

Gracias a su relación con Josefina, la cual mantuvieron hasta la muerte de esta, Poniatowska pudo crear a Jesusa Palancares. Este personaje fue la base de su primera novela, que tardó cuatro años en terminar por culpa del método que seguía. Limpiar el texto sin afectar al mensaje. Así, en 1969, sale a la luz su primera novela, Hasta no verte Jesús mío, un éxito inmediato que sitúa a la escritora como una voz referencial en las letras mexicanas al dar su espacio a los desvalidos y a la existencia femenina dentro de la Revolución y tras ella.

La repercusión sorprende a Poniatowska y pronto se ve incluida en grupos de literatura, en corrientes y generaciones. La adscriben al boom latinoamericano, pese a que ella lo rechaza. Ha alabado a los integrantes pero también aclara que las mujeres dentro de ese fenómeno son como "Resistol, un fuerte pegamento que mantenga la familia unida". Su presencia, sin embargo, ya se convierte en una constante.

Por ejemplo, cuando la amistad entre García Márquez y Vargas Llosa se rompió, luego de que este último le propinase un puñetazo al colombiano, ella estaba allí. Los motivos permanecen inconclusos, aunque se intuye que son amorosos e infieles. Poniatowska se lamenta siempre de la pérdida de la exclusiva que sufrió ahí. Mientras ella buscaba un bistec frío para darle a Gabo y mitigar la hinchazón, una reportera de segunda que los acompañaba corrió a dar la noticia.

La verdadera revolución en la vida de la escritora estaba todavía por llegar. De nuevo, su sociedad, de pleno derecho al conseguir la nacionalidad en 1969, le contaría sus reclamos y ella lo convertiría en una historia para la revolución.

Juegos Olímpicos en 1968

Cuando se anunció que México acogería los Juegos Olímpicos en 1968, la población salió a pedir mejoras mucho más urgentes que eso. Los sindicatos obreros y estudiantiles protestaban y las fuerzas sociales marchaban contra la deriva represiva del país. La situación, a partir de este punto, se ha convertido en uno de los momentos más complejos y relevantes de la historia mexicana reciente.

La tensión generada por causa de las marchas y la atención mediática que suscitaban estaba hartando al poder político de toda institución. Las sentadas se disolvían con violencia y los choques entre manifestantes y policía eran diarios. Diez días antes de la inauguración, el 2 de octubre de 1968, todas las marchas se juntaron en Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. Allí, el ejército abrió fuego en una masacre civil que se saldó con hasta 200 fallecidos, aunque el gobierno reconoció solo a 40 directos.

A las 9 de la noche de aquel mismo día, dos amigas timbraron a la puerta de Elena Poniatowska. Su conmoción se contagió. Hablaban a la periodista de rastros de sangre por todo Tlatelolco, edificios teñidos de rojo y balazos que llegaban hasta las paredes de los ascensores. Cristales rotos, ametralladoras en las calles y tanques cerrando cruces. Poniatowska decidió dejar a sus hijos con unos conocidos y prepararse para salir a la calle, temprano al día siguiente.

Cuando se acercó por allí, en ninguna parte avistó cadáver, pero sí con sangre, con centenares de zapatos tirados o apilados, con ropa y pancartas por todos lados. Se había cortado el agua y la luz en la zona. La represión era absoluta. Haciendo valía de su estatus y su oficio, se acercó hasta la prisión de Lecumberri, donde estaban los líderes de la lucha. Convenció a un funcionario para permitir el acceso y entrevistarlos. Se sirvió solamente de sus preguntas y su memoria para recoger sus testimonios.

De ese ejercicio extrajo suficiente material para elaborar su segundo trabajo ya consolidada como escritora. Titulado como La noche de Tlatelolco. Testimonios de historia oral, esta crónica de lo sucedido aquella noche y los días posteriores lanzó a la cumbre internacional a Elena Poniatowska, considerada desde entonces como una periodista de primer nivel tanto como escritora y activista humanitaria.

Ante la publicación de su trabajo en 1971, Poniatowska recibió amenazas de múltiples facciones políticas y grupos, entre ellas, la de requisación de ejemplares en librerías. Esto supuso que en un mes se hiciesen hasta cuatro ediciones del libro. El presidente Gustavo Díaz había prohibido hablar o replicar los hechos de la noche del 2 de octubre de 1968. Lo que la escritora llevó a término fue recopilar y publicar todos los testimonios que los periódicos rechazaron.

Durante los siguientes años, Poniatowska se alzó como una voz necesaria en México. Sus intervenciones y textos alcanzaron la trascendencia en todos los estratos. A su vez, los reconocimientos no tardaron en llegar. Con el paso de los años llegaron los libros Querido Diego, te abraza Quiela, De noche vienes –que Julio Cortázar adoraba–, Fuerte es el silencio o La flor de lis. Cuando un terremoto sacudió México, volvió a estar por encima de sus funciones y elaboró la crónica Nada, nadie. Las voces del temblor, un nuevo trabajo de testimonio polifónico. Todas las novelas, artículos, tesis, biografías y formas de texto trabajados por Elena Poniatowska obtuvieron, entre muchos reconocimientos, el reconocimiento del premio Cervantes en 2010. "¿No será una broma?", contestó la escritora a la llamada del ministro Wert para anunciárselo.

Ahora que se cumplen 10 años del ingreso de su legado en la caja del Instituto Cervantes y su apertura, se sabe lo que Poniatowska cede al futuro: una pulsera rota de latón que su padre llevaba mientras combatía en el campo de batalla durante la Segunda Guerra Mundial, tres manuscritos de los años 50 escritos en papel revolución y una primera edición de La noche de Tlatelolco. Testimonios de historia oral.

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