Opinión

Hugo

MI NUEVO sobrino se llama Hugo. Cuando empiezo esta columna, leo que Dylan y Chloe son algunos de los nombres más utilizados en Galicia, y sin ánimo de ofender, me alegro de que Clara y Paco hayan optado para su hijo por un patronímico más corriente, que tiene además la ventaja de que existe en casi todos los idiomas: en este mundo global, es muy posible que mi sobrino acabe trabajando en algún lugar donde sería difícil que la gente pronunciase con soltura Patricio, Rodrigo o Medardo, por poner un ejemplo. Mi nuevo sobrino, digo, se llama Hugo, y nació en la madrugada lluviosa de un 31 de octubre. Marta y Nacho, que están felices con el primo, se apresuraron a recalcar que el cumpleaños de Hugo siempre va a caer en Halloween, y empiezan a imaginar fiestas con calabazas y disfraces de esqueleto. Pude abrazar a Hugo veinticuatro horas después de que llegase al mundo, y fijó en mi sus ojos oscuros y rasgados. Se diría que me miraba. Tengo una foto que ilustra perfectamente ese momento de extraña complicidad entre un recién nacido y una desconocida que aspira a hacerse querer por él. Una tía que espera tener ocasión de contarle cuentos, de mimarlo, de concederle caprichos, de guardar sus secretos, de llevarlo de viaje a Londres como hice con sus primos. Ahora veo a Hugo, rosado y plácido, tierno y tragón, con sus manos diminutas aferradas a mi dedo, y pienso en toda la vida que tiene por delante, y en que daría cualquier cosa por hacer que esa vida fuese perfecta. Sé que ni yo ni nadie de los que ya amamos a Hugo podremos evitar los obstáculos que le saldrán al paso, aunque estuviésemos dispuestos a apartarlos a patadas, pero también sé que habrá mucha gente dispuesta a desbrozar el camino hacia sus sueños. En cualquier caso, Hugo Rivera Suárez crecerá rodeado de amor y de personas que harán lo imposible para ayudarle a encontrar su lugar en el mundo. De momento, él ha llegado para hacer el nuestro mucho más luminoso. Bienvenido, Hugo. 

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