Opinión

Un arco iris en Finisterre

EL FIN de semana anterior me fui a la Costa da Morte con mis amigos de la Universidad. Era un viaje largamente planeado y aplazado: prueben a hacer coincidir las agendas de diez personas, casi todas con hijos pequeños. Por fin llegamos a Santiago, y bajamos del avión en un ambiente de excursión juvenil, casi con ganas de gritar aquello de “qué buenas son las madres Agustinas”. Queríamos pasar tiempo juntos, compartir recuerdos, beber vino blanco helado y comernos “los últimos mariscos vivos que quedan sobre la faz de la Tierra”, como escribió García Márquez. Una de las primeras paradas fue el faro de Finisterre. Llegamos con la absurda esperanza de contemplar la puesta de sol, misión imposible en un día oscurísimo, en el que llovía a mares y el cielo color de plomo parecía a punto de desplomarse sobre nuestras cabezas. Trepamos por los acantilados mientras caía una lluvia que el viento convertía en un millón de alfileres diminutos. El mar estaba alborotado y gris, y para escapar de lo que estaba convirtiéndose en galerna nos refugiamos en el hotel del faro. Ya estábamos allí lamentando las inclemencias del temporal, cuando se produjo algo parecido a un milagro: unos rayos de sol hicieron surgir un arco iris doble y perfecto, que entraba en el mar como una esfera prodigiosa. Salimos a verlo entre gritos, desafiando la lluvia, incrédulos ante el espectáculo increíble que nos regalaba la naturaleza: aquella maravilla estaba tan cerca de nosotros que casi podía tocarse con la mano. Hay una leyenda, convertida en tema musical de “El mago de Oz”, que dice que al final del arco iris hay escondida una olla de oro. Yo nunca hasta entonces había visto el fin de un arco iris. El oro no apareció por ningún sitio, o quizá sí: el tesoro del que habla la canción podría ser perfectamente la suerte de conservar buenos amigos con los que compartir una copa, muchas risas y la visión de un arco iris dibujándose sobre el mar gallego en mitad de una tormenta

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