Opinión

Almogrote en los labios

"Creo que podría ser azafato", pensé mientras ayudaba a mis dos compañeras de fila de asientos del avión a cargar sus maletas. Había embarcado con el grupo 3 y mi equipaje se componía exclusivamente de todo lo que una mochila común de instituto pudiera soportar. Tres pantalones, cinco camisas, dos camisetas, una toalla de playa, ropa interior y calcetines, chanclas, un bañador y dos libros. Sostiene Pereira de Tabucchi fue la ida.
Tenerife

Mi llegada al norte de Tenerife sucedió a las 14.30, hora insular, con una temperatura opuesta a la que dejaba atrás, aunque el verde que pude apreciar parecía similar en la lejanía a esos montes gallegos medianamente cuidados por una comunidad de vecinos. Huí del aeropuerto entre decenas de cabelleras rubias que convertían mi camino de salida en un laberinto de trigo oxigenado. Llegué hasta mi todoterreno blanco. Es inefable lo que un coche grande puede influir sobre una persona, décadas de márketing han resultado efectivas.

Emprendí la marcha con la presión que ejerce un estómago vacío que lo único que ha consumido en 13 horas son nervios, angustias y despedidas. Cerca encontré el guachinche El Fogón, el primero de mi travesía de descanso, sol y desaparición en la isla. Allí me encontré inmerso en la primera sociedad puramente canaria, entre el polvo que se levantaba del aparcamiento y los grupos de obreros que en la puerta revolvían los restos de un menú con el palillo que te obsequian cuando traen la cuenta.

Mi comanda parecía sencilla sobre el papel, tiendo a pensar de mí que guardo la capacidad de comer y beber que mis antepasados ejecutaban con facilidad en todas las anécdotas que de ellos cuentan. "Huevos fogoneros y batata con almogrote", dije sin saber lo que había pedido. "¿Será suficiente para uno?". El camarero arqueó las cejas y con certeza irónica me hizo saber que era demasiado. Percibí un irracional tono desafiante que pondría en jaque a mi aparato digestivo horas después.

Los guachinches son los hermanos gemelos de los furanchos, aunque con licencia de restaurante, y eso me llevó a pedir una cuartilla de vino tinto de la casa para acompañar dos buenas raciones. Si bien los huevos fogoneros resultaron satisfactorios, fue el almogrote lo que terminó de convencerme. La intensidad de este paté de mojo y queso invadió cada recoveco de mi boca e incluso después del polvito uruguayo de postre, seguía pensando en él. Pagué la cuenta sin posibilidad de dejar propina y con la cabeza agachada como el niño que conoce su mala acción.

Al llegar a Güímar encontré en mi hospedaje un suelo que desearía poder robar. Pasaría las noches en una casona canaria del siglo XVI, bajo techos de pino insular y con salida a un patio tradicional soleado lleno de plantas. En el corazón del propio corazón, había un pequeño trópico. Deshice la mochila que tan bien pude montar gracias a mis años de universitario y arranqué el motor de gasolina en ruta hacia el Teide. El GPS indicaba casi dos horas de viaje en pendiente.

La noche me sorprendió cuando pasaba de la mitad del camino y me detuve a observar las vistas en un mirador. A ambos lados y a una distancia prudencial, otros dos coches con los cristales empañados fingían hacer lo mismo que yo. A tal descomunal altura la red de iluminación dejaba ver a la sociedad isleña como un pequeño sistema nervioso.

Sin embargo, me sorprendió otra constante de la que no pude librarme tras cada atardecer. En Tenerife, la noche comienza en el cielo y se propaga hasta los cinco metros delante de tus pies. El horizonte es tan oscuro como el propio techo celestial y todo sucumbe a la sombra si no hay una farola. La Luna no es capaz de aclarar porque la noche también es vertical.

A mi regreso, dormí y así lo hice hasta media mañana del día siguiente. El Sol golpeó mi cara al abrir la cortina y comencé la jornada con croissants y mermeladas caseras de frutas de la isla. Me acerqué a una playa de piedras negras no muy lejana que colindaba con un polígono industrial. La temperatura y la luz eran ajustadas a un cálido enero, el mar permitió un primer baño apresurado. Durante unas horas, una pareja nudista francesa y una pareja inglesa completamente vestida me hicieron compañía con su código de vestimenta difuso.

Tras tres mojos diferentes, champiñones con almogrote y carne fiesta en el guachinche La Basílica, puse camino a La Orotava. La villa rezuma encanto en cada calle pensada para la visita, es decir, donde debe ir el turista. Busqué el fresco en una capilla y recé mentirosamente para disimular y congratular a los presentes de que la juventud todavía busca a Dios. Paseé por el pueblo indiano hasta que el fresco me recordó que había por delante un camino de vuelta.

Una de las lecciones que extraje forzosamente es que las distancias y el tiempo no valen lo mismo en Tenerife, ya que 40 kilómetros se convierten en más de una hora de trayecto en coche. La inclinación del terreno, pero más que eso casi una magia ralentizante, fuerza a que esto sea algo natural. La vida se ha dispuesto sobre la isla como la escorrentía del agua.

Descansé de nuevo para encontrar más croissants a la mesa. En esta ocasión, seleccioné una playa de negra arena ubicada al norte de la isla, en un enclave de difícil acceso al que una muchedumbre nos empeñamos en alcanzar. La marea atacaba con intensidad la presencia de invasores y más de una toalla fue casi arrastrada por el mar. Resulta complejo como gallego ver negro el mar y no sentir un cierto escalofrío, aunque es solo un momento pasajero que el calor en la nuca logra disuadir entre lenguas indescifrables.

Tras escuchar las conversaciones ajenas a mi alrededor durante horas, puse rumbo al guachinche Cubano, el más tradicional y puro de los que visité, con gallinas entre los clientes y mesas dispuestas de manera errática. Vino blanco y tinto, queso asado con mojo, ropa vieja de ternera y un quesillo me acompañaron en una mesa al sol con vistas al mar. Los ritmos canarios pueden resultar exasperantes, pero son una clase forzosa para recordar que no hay que ir a ningún lado.

Me dirigí a Garachico con intención de conocer uno de esos muchos pueblos más bonitos de España y encontré un lugar pequeño, orgulloso de un pasado más cargado de gloria y que reivindica con un cuidado patrimonio, vestigio de todo. Un helado y dos paseos después, me puse de nuevo a merced de la carretera y la aleatoria cifra de tiempo que llevaría la ruta.

Desde la primera tarde, un grupo de aparentes nubes en el horizonte llamó mi atención. Resultó ser, en realidad, otra isla próxima. Pensé entonces en lo que supone crecer y vivir frente a un territorio visible, pero ajeno. Ese pedazo de tierra frente a otro puede levantar el orgullo de lo propio, pero también puede construir una aspiración y un deseo de conquista. Vivir con vistas a otra isla debe de nutrir en muchas ocasiones el pensamiento de que en la casa de enfrente no tienen problemas.

Mi viaje continuaba hacia Barcelona a la mañana siguiente. Dejé la isla con lamento porque me habría anclado durante un mes a sus inclinadas costumbres y rutinas. En las esperas por los camareros, en la intensidad de cada bocado, en cada calle consciente de su identidad; caí en la cuenta de por qué estas vacaciones reclamaban durar tanto como fuese el resto de mis días. Lejos de mi silla de oficina y mis horarios, la vida sucede de manera natural si se le permite.

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