Opinión

Época de apareamiento

Una de las gatas se pasea sobre el muro lindante con las fincas vecinas casi arrastrando su cuerpo contra la piedra. Mueve el rabo formando interrogantes y otras figuras sugerentes. El aire es cálido, casi tanto como el deseo ardiente en el animal. Se acerca el verano y el incesante canto de los pájaros no engaña. Es época de apareamiento. ¿Sabrá la gata que el gato también puede quererla?
Billie Eilish. AEP
photo_camera Billie Eilish. AEP
Con la misma intensidad que los animales se buscan en ese punto alejado de la primavera que estimula el deseo de verano, las personas también siguen ese instinto y persiguen además los otros signos que indiquen la llegada estival. Los libros para la playa, las películas para llenar las horas, los lugares en los que tirarse, los amantes perecederos. Y, por supuesto, las canciones para tararear. Más allá de la música que cíclicamente se repetirá en cada esquina, son muchos los artistas que entienden otra vertiente de melodías veraniegas, esas que condensan lo mismo que el sol de esta estación: lo carnal, el amor, la diversión y una melancolía triste, pero elegante. Billie Eilish viene de estrenar su tercer álbum para cimentarse como uno de los talentos pop indispensables de este siglo, un disco que parece nombrado por el propio proceso de fabricación del amor: con dureza, con suavidad. Hit me hard and soft se compone de diez canciones más largas de lo habitual en la música comercial contemporánea y en cuya duración recogen todas el propio y variable ritmo romántico: de la suavidad acústica a las percusiones rítmicas, el desenfreno eléctrico, la distorsión y el estallido eufórico. El nuevo disco de Billie Eilish recoge tantas frecuencias y velocidades como el pulso cardíaco es capaz de replicar al latir de sangre y amor.

La joven cantante no ha dejado un solo pensamiento en su mente y sus añoranzas se han derramado en un ensayado descontrol sobre una música que parece disimular, teñir de liviandad, su síntesis del contraste veraniego entre la plenitud amorosa del sol y la tristeza de los atardeceres. Y si esto resulta abstracto, basta con escuchar L’amour de ma vie o Wildflower para encontrarse a uno mismo apoyado en la ventanilla del coche regresando de la playa, sin entender exactamente qué pasa, siendo feliz con un respingo en el que caben las añoranzas de varias vidas.

Pero las preguntas de Billie Eilish no son diferentes de las universales, originales de los primeros tiempos. Hemos creído aniquilar el instinto. Nos imaginamos lejos del salmón común que remonta los ríos, luego de atravesar océanos, para ejecutar la semelparidad: el acto mortal de reproducirse, de agotar su energía vital para perpetuarse. Puede que nosotros no fallezcamos por una cópula, pero basta con sentir cercana la muerte por amor para que en el pecho se pose una presión, una angina ansiosa y emocional. Y entonces atravesaremos más que océanos, remontaremos más que ríos.

Hace unos días vi morir a James Bond. El espía más famoso de la historia, sin medias tintas, fue capaz de enfrentarse a pérfidos soviéticos, malignos villanos, organizaciones terroristas, traidores íntimos y un infinito etcétera de criminales. Sin embargo, no pudo sobreponerse a la idea de haber encontrado el amor y evitar rozarlo de nuevo, vivir solamente en el aire en suspensión entre las evasiones de dos cuerpos. Bond ha promulgado durante décadas un modo de ser casi antibiótico, con cesiones escuetas al deseo. Pero en su final se ha inmolado por el mismo principio que los héroes de epopeyas, que los protagonistas de miles de dramas.

Recaí entonces en la reflexión del zorro al protagonista de El Principito cuando hablan sobre la rosa que el niño cuida incansablemente al creer que es única. Esta es una verdad tan inabarcable que hace resonar los cimientos de los adultos, tan importante que debe camuflarse de infantil para restarle importancia. "Es el tiempo que has perdido en tu rosa lo que hace a tu rosa tan importante". Los esfuerzos, la paciencia, el cuidado, las transigencias, la compasión. Lo que ponemos en el bienestar de un amor es lo que inclina la balanza para no abandonarlo, para sobrevivir cuando desaparezca.

La alternativa, en este caso, es la punta opuesta de la línea. Es la abstención, la virtud de no entregar nada como un monje tacaño. Lo estoico como respuesta al amor y al instinto. Como Aschenbach al observar a Tadzio en La muerte en Venecia. Pero incluso en el simple acto de observar, como un ornitólogo de pasiones, se proyecta el deseo y el aire, como en la novela, se vuelve pesado como consecuencia de la represión de los sentimientos. Aquí otro que fallece con el amor en los ojos, en lugar de en las manos o la memoria. En el punto medio se encuentra la amistad platónica, esa que es atravesada por unos sentimientos que llevan al límite de su resistencia cada significado de la palabra amigo. Siempre en el límite de transformarse y, a continuación, agotarse, morir por revelarse.

Especialmente llamativo en el caso de las personas incapaces de desgranar sus propios sentimientos y la verdadera naturaleza o dimensión de algo que supera la camaradería, atravesadas todas por un asexuado deseo mutuo. Pero la amistad, como forma pura del amor, no desaparece en el silencio o la distancia o la separación.

Como bien detalla Clarice Lispector en el relato Desvanecimiento, la amistad es "materia de salvación, el único modo de salir de la soledad que un espíritu tiene en el cuerpo". Ahora que llega el verano, cuando los chicos se enamoran como dice la canción, toca decidirse ante la inevitable época de apareamiento. ¿Alternará el amor entre suavidad y dureza como canta Billie Eilish? ¿Es preferible protegerse con la mirada al igual que Aschenbach? ¿O, al contrario, mejor dejarse la piel como James Bond y los salmones siguiendo el instinto? ¿Nutrimos a la rosa para que crezca y sea importante o nos convertimos en los amigos que narra Lispector? Quizás la gata, que ya va de vuelta por el muro seguida de un gato, guarde la respuesta. 

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