Opinión

Jamás volveré a silbar

Hace más de una década descubrí que la nariz de los perros se llama, en realidad, trufa. Esa punta negra y brillante que remata el hocico del animal es uno de sus órganos más útiles. La de mi perra Cloe era pequeña y tenía surcos visibles, como el asfalto. Hace una semana que le dije adiós con toda la pena que una persona puede soportar. Todavía su trufa estaba caliente y ahora, con toda seguridad, ya no.
Árbore

Después de 18 años junto a mí, bajo mis piernas y frente a mis pies; un líquido rosa inyectado en la pata delantera derecha de Cloe puso fin a nuestra parte del camino recorrido en compañía. Con mis dedos anular y corazón sentí el último latido en su cuerpo, cerré sus ojos para no ver su pupila ya con cataratas y, a continuación, una grieta se abrió desde la punta de esos dedos hasta lugares que a día de hoy no puedo determinar.

Corté un mechón de su pelo de las orejas, ese que nunca recortamos; y lo guardé en un papel. Cargué la caja de cartón con su cuerpo y, por fuerza mayor, me despedí incapacitado por las lágrimas para saber si pisaba acera o hierba. Inconscientemente, me acerqué a casa, de manera impulsiva busqué la manta de Cloe, esa en la que dormía, y respiré con toda la capacidad de mis pulmones. Quise atrapar su olor, como atrapé el tacto de su pelo, porque no estoy dispuesto a olvidar las pequeñas cosas. Después, grité fuera de mí.

Desde entonces, he llorado en cada lugar de mi casa, al aire libre, en el coche, en la autovía, en la carretera nacional, entre las multitudes, en soledad, en la ducha, en el supermercado, en la oficina y, por supuesto, en la cama. A la mañana siguiente de que todo ocurriese, antes de levantar las persianas, mi habitación olía a mar. Tanta agua salada había abandonado mi cuerpo que si alguien tuviese que acertar, diría que tras la ventana se encontraba el Cantábrico. Mi nariz jamás podría ser una trufa.

La muerte y la ausencia de Cloe podrían parecer la peor parte del proceso de convivencia con su recuerdo. Sin embargo, en ocasiones, me encuentro realizando la más común de las tareas, como cargar una cafetera italiana, y un flash, una imagen intrusa se escapa de mi memoria para aparecer frente a mis ojos. Uno de nuestros paseos, una siesta, lo más ínfimo. Entonces me paralizo, reviso si la escucho y continuo asumiendo la realidad.

En estos días me enfrento a verbalizar en alto que ha muerto y analizo los gestos de las caras ajenas al escuchar su edad. "18 años, sí, eran muchos". Tantos fueron que llegó a mi vida sin haber recibido yo el segundo sacramento y la vi marcharse viviendo ahora en mi quinta ciudad, graduado en todo lo que tocaba y con sustento propio. Tantos fueron los años que si echo la vista atrás no puedo decir cómo era la vida sin ella, porque no la he conocido, y ahora me pregunto cómo podrá serlo.

Todos en la familia tienen la capacidad de medir el paso del tiempo en paralelo a la vida de mi perra. Ella vio a madres y padres asentados todavía como solteros, fue la cómplice de los primeros besos que di excusándome en largos paseos de cuatro horas y la compañía silenciosa en esas caminatas lentas y necesarias que en la vida adulta solo se permiten con pretextos. Vivió gobiernos, pandemia, ascensos, mudanzas, crisis, otras despedidas, ciertas bienvenidas y un pergamino interminable de pequeños hechos que somos, a fin de cuentas, todos nosotros.

Cloe descansa junto a un manzano que nunca dio fruto, pero a ella siempre le daba sombra y eso, para mí, era más que alimento

Me comentaron hace años que el veterinario que nos vendió a mi perra fue detenido en Estados Unidos por tráfico de drogas en el interior de cachorros. El día que la conocimos estaba quieta, minúscula y peluda entre dos yorkshire nerviosos que la mordían. No jugaba, no se movía, solo nos miraba con la punta de su rosada lengua fuera. Los ojos no cabían en esa cara tan pequeña.

En la tarde de ese primer día me encontraba jugando con ella en la cocina, la subí a una silla y Cloe, instintivamente, saltó al suelo. Al bajar, emitió un gemido de dolor muy bajo. Pensé, con la inocencia de un niño, que había causado un mal incurable y me escondí en mi habitación para llorar. La perra se tomó la venganza con paciencia, tiempo después me ha devuelto el daño multiplicado por millones, las lágrimas por miles y me dejó en un cuarto aún más pequeño.

Me aconsejaron y advirtieron sobre todo, ya que es mi primer luto. Pero quedan preguntas. Nadie me ha explicado qué se hace con todo este amor que ha quedado dentro sin entregarlo o dónde debo poner estos sentimientos que aún conservo. ¿Significa esto que mi madre volverá a comer las galletas enteras y no cortará más un pequeño trozo para darle a ella? ¿Mi padre no dejará más la corteza del queso en la esquina de la mesa al comer para dárselas cuando pida?

Al día siguiente de morir, enterraron a mi perra y marcaron su sepultura con una losa de piedra, de nuestra casa. No pude participar de ello, suficiente había sido soñar toda la noche con ella con la viveza de sentir que aún la acariciaba. Horas después, un gato amigo suyo se sentó sobre la piedra, como si se despidiera también sabiendo lo que ocurría.

Cloe descansa junto a un manzano que nunca dio fruto, pero a ella siempre le daba sombra y eso, para mí, era más que alimento. Adoraba ese lugar. Desearía ser creyente, entregarme a la idea de la eternidad junto a ella y verla de nuevo, confiar en que Dios la exculpará de nuestros errores. Pero no puedo. Sin embargo, si algún día nos caen manzanas al suelo sabré que, en cierto modo, ella está detrás de eso. En una ocasión, nadie lo sabía hasta ahora, casi pierdo a Cloe paseando. Estaba suelta y desapareció por culpa de su manía de perseguir rastros. Nervioso, comencé a silbar como sabía, como te dicen que se hace, juntando los labios y soplando. Pero ella debía estar ya lejos como para oír eso. Desesperado, comencé a colocar de manera diferente la lengua y aprendí a silbar como se le silba a los taxis para que paren, pero con mucha más fuerza. Ella volvió tras escucharme. Ahora creo que jamás volveré a silbar así porque, con toda certeza, no volverá.

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