Opinión

La última vida de Cohen

Las sagradas escrituras dicen que Jesucristo resucitó de entre los muertos al tercer día. Esta semana un hombre llamado Adam —el nombre inglés del primer pecador— revivió a su padre después de más de tres años en un soso ataúd de pino. Leonard Cohen (Montreal, 1934) ha vuelto a la vida de manera breve, pero infinita.
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EL CANTAUTOR canadiense sintió llegar la muerte en octubre del 2016. Había mermado en altura y gordura a causa de diferentes dolencias hasta convertirse en la miniatura de un hombre de por sí pequeño. Entonces hizo prometer a su hijo que finalizaría su última obra si él no estaba, sabiendo que no estaría.

Meses después, Adam ordenó poemas y canciones inéditas en un garaje cercano a la casa del artista. Me imagino la fortuna y maldición de esta tarea: hacerse cargo del eco —que no la voz— de quien contribuyó a darte vida. Más quisiéramos los demás poder escuchar a nuestros padres tiempo después de haber muerto, oír las anécdotas repetidas en una voz que la memoria se empeña en olvidar. Con la publicación de Thanks for the Dance (Gracias por el baile) se acaba el luto; se coloca la pieza final en elpuzle.

En sus últimas semanas de vida, Leonard Cohen se dedicó a organizar su casa, quería hacer las cosas más fáciles. Siempre había sido un amante de la rutina, fuera cual fuese.

En su juventud en la isla griega de Hydra alternaba entre solamente escribir o tomar LSD y observar el cielo buscando a Dios. Después llegaron sus 25 años como budista, hasta casi convertirse en monje en un templo. Y en su última rutina se dedicó a la ironía de pedir al cielo que se lo llevara, mirando de reojo con miedo por si había llegado la hora.

Nadie pensaría que en una vida tan larga se pudiese volver al punto del retorno ya que, como artista, Cohen cerró el círculo de obsesiones personales que él mismo había iniciado.

 En la casa donde Cohen se refugió en sus últimos momentos no cabía el sexo, era una trinchera para recordar a Janis Joplin, Joni Mitchell y todas las jóvenes que cayeron en su regazo

Con trece años logró que la ama de llaves de su casa se desnudase gracias a la hipnosis que aprendió en un libro y, con ese hechizo, descubrió sus grandes debilidades: las mujeres y lo místico.

Las amantes lo abandonaron tiempo antes de fallecer. En la casa donde Cohen se refugió en sus últimos momentos no cabía el sexo, era una trinchera para recordar a Janis Joplin, Joni Mitchell y todas las jóvenes que cayeron en su regazo como esa eterna figura de deseo que los poetas tienen. Pero el amor se moría al mismo ritmo que Cohen; era un síntoma de que todo se acababa. Su amada Marianne falleció meses antes que él y desde ese momento el cantautor vivió con una mano tendida al cielo.

No es de extrañar que declarase estar listo para perecer, aunque quisiera seguir disfrutando de «una vida perfecta que no podría ser peor». Se ponía a disposición de Dios, pero lo hacía tranquilo. No trató de esconder su miedo, había superado los terrores juveniles de la existencia porque, gracias al paso del tiempo, comprendió que hasta una parte ínfima del más ateo cree de manera impulsiva en lo sagrado.

Cohen dedicó alguna unas palabras en una de sus últimas apariciones en público a Bob Dylan, amigo y rival, por haber ganado el Nobel de Literatura. «Es como darle una medalla al Everest por ser la montaña más alta». Lo dijo entre risas un mes antes de morir y nadie quiso preguntar qué significaba. Daba igual, seguro que tenía razón.
El cantautor de Montreal no podía evitar la burla, la soberbia o la ironía en su propio ocaso.

Era una persona que callaba durante minutos para responder, la sinceridad era algo que necesitaba reflexión. Nunca negó el significado de ‘Hallelujah’, una de las canciones religiosas más famosas que en realidad relata una relación sexual. Celebró algo tan visceral que se confundió con fe y a nadie le importó. Salvo a él mismo.

Las cuerdas de la guitarra hicieron de sus manos un músculo rudo de marinero con el paso del tiempo. Eran las mismas con las que fumaba, bebía y escribía. Parecían de cuero gastado. No tocaba demasiado bien, repitió hasta la saciedad los acordes que un gitano español le enseñó en Montreal siendo adolescente. «Tengo una deuda impagable con la tierra de Lorca», afirmó en distintas ocasiones.

Los trajes ya no lo vestían como antes, el bastón no era solo un complemento y el sombrero cubría gran parte de su cara.

El canadiense tampoco era un gran cantante. Su tono fue descendiendo hasta convertirse en una arruga en la garganta, un suspiro que en sus últimos momentos sonó a agotamiento y derrota. El tiempo hizo su trabajo en el cuerpo del cantautor. Los trajes ya no lo vestían como antes, el bastón no era solo un complemento y el sombrero cubría gran parte de su cara. Pero su voz seguía resonando en las entrañas.

Fue hasta el final de sus días uno de esos animales difíciles de fotografiar. Las entrevistas que concedió eran escasas. La última a la que accedió lo hizo como anfitrión y duró dos días. No tuvo pudor en ocultar sus grandes dolores de espalda y la sobriedad de su refugio.

Sacó comida de la nevera sin parar, al fin y al cabo él estaba vaciando la casa sin que nadie lo supiera, y contestó a cada pregunta como quien ha vivido 100 años. Cohen esperaba a Dios en traje, sentado en una silla de jardín y con la pierna cruzada sabiendo que llegaría.

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