Nada sobre los hombros
Repaso los manuscritos de mi primera novela y mi primer poemario en un esfuerzo por no olvidar, como mi protagonista. Devuelvo la memoria a los últimos meses y todo se aglutina alrededor de sensaciones, cariño y frases sin sentido. Este es el fruto de trabajar el arte sin prisa, con tiempo y espacio, en la compañía adecuada y con la crítica más justa. Volver al rebaño es el siguiente paso, quizá el más difícil.
Desde la ventana de mi habitación, el paisaje era apenas mundo. En primer plano, los cipreses y las palmeras enmarcaban la ciudad y sus tejados. Hileras de teja beige sobre fachadas blancas, escenas dentro de casas desconocidas. El cielo parecía muy próximo y los montes y prados, de verde a amarillo con las estaciones, lejos ya y decorativos. La humanidad circulaba únicamente por la carretera al fondo en esos coches. Sucedía así la vida en una constante. Observé todo como un secreto entre la distancia y mi propia vista.
Pese a viajar desde el Norte, Antonio, el portero, me hizo saber el primer día que nadie había llegado antes que yo. Pasé entonces a la celda número 20 y la transformé en mía. Una batería de maletas comenzó a circular por el patio principal y aún no sabía que, a partir de ese momento, el ruido nos acompañaría a cada instante. Encaramado al escritorio de mi habitación redacté durante incontables horas, primero con la incertidumbre de si podría; después, con la de quién me leería.
Contuve mis deseos de adelantarme a investigar al resto de la promoción para que ellos mismos me permitiesen conocerlos. Dos poetas, seis narradores, cinco pintoras, un escultor y un compositor de ópera. Ese era el resumen de la partida. En presente, resulta imposible mirarnos como disciplinas. Somos confidentes. Entre todos nos despachamos el laberinto de nuestra casa, esos pasillos y puertas que terminamos por dominar como las antiguas monjas, como el propio Antonio Gala en los años que pasó allí viviendo.
Mantuvimos la rutina por las costuras gracias a horarios marcados para alimentarnos y noches contenidas. El resto del tiempo y de la energía quedaba a nuestra disposición. Ese océano de libertad puede ahogar si se pierde de vista el rumbo. Cada uno hubo de encontrar su mecanismo como si se tratase de hallar la propia fe. Nos correspondía un camino, uno en el que parar si fuese necesario, pero en el que no retroceder.
La Fundación impone poco, pero es regia en sus deberes. Entre los compromisos infalibles se encuentran las fecundaciones cruzadas, la idea que cimenta y justifica nuestra presencia allí. Estas reuniones siguen la idea de Antonio Gala sobre la influencia que los artistas ocasionan en disciplinas ajenas por el mero hecho de convivir, opinar o acercarse a un proyecto. Nuestros cónclaves particulares. Una idea reforzada a base de confrontar otros criterios.
Córdoba se comportó como un escenario dispuesto para nosotros, incluso en las privaciones. El cliché destilado, Al-Andalus de hoy, otra Andalucía histórica, el patrimonio invisible, los males de nuestro tiempo. Habitar sus calles suponía empujar turistas para poder sentir como propios los monumentos de orgullo. Ser de allí, como de otros sitios con ese calado, resulta más sencillo o al menos empoderante. Nos prestaron las plazas para expandirnos y chocar de frente con una verdad: lo relativo al convento no importa fuera.
Muchas fueron las semanas de reclusión al comprender eso. La creación se movía frenética. Los capítulos y los poemas caían a raudales. En el taller de pintura, lienzos y pinceles se detenían solo para dialogar con la imagen, para mejorarla. Así rozamos la excelencia conjunta, alejados del mundo externo y recluidos hacia lo más propio. Lo íntimo.
El tiempo se deforma frente a la libertad. Esa es una de las grandes conclusiones. Un solo día puede multiplicarse por tres mientras que las semanas se comprimen. Los meses sencillamente se mezclan en un todo, como aguas de varios caños. Fue necesario el invierno plomizo y más húmedo para entender que había llegado la primavera. Un día, bajo el sol incontestable, nos reencontramos los artistas. Mirándonos a los ojos supimos que era un tiempo nuevo dentro del convento y, quizá con suerte, también fuera.
En nuestro patio de cantos rodados, columnas de arena marina y claustro habitan dos seres que han marcado cada promoción. La fuente iniciaba su borboteo a una hora indescifrable y con el mero sonido cambiaba el ambiente. Ella y algún pájaro competían con el ruido de la rutina. El naranjo preside desde una esquina, como solo hace el verdadero poder. Debido a sus varios siglos de vida, cada año dedica su esfuerzo a producir azahar o naranja. Así se dividen las propias promociones. En la primavera de nuestro renacimiento, un olor se nos amarró al pecho. La flor blanca no nos abandona desde entonces.
A la sombra del árbol nos congregamos para leer o diseccionar el día, carente de más emoción que la propia convivencia y sus pasiones primarias. De vez en cuando, un azahar caía y luego al pisarlo estallaba como un pequeño petardo. Así, a veces rompimos la fantasía. Toda esta paz era prestada. Y los horarios se sucedían mientras el calendario nos sorprendía cada mañana con su apocalipsis: el fin está cerca.
Córdoba pasó a ser una gran sala de reuniones y fiestas. Tomamos su urbanismo y lo adecuamos a los gustos. Solo es cuestión de tiempo que un decorado se convierta en teatro. De esta obra sí nos hicimos protagonistas y, al fin, tocaba una comedia.
Solo quedaban dos naranjas cuando comenzamos a montar las cajas de mudanza. Al ver el taller vacío se confirmó que María, Manuela, Rosa o Mariu pasarían a ser fantasmas de su antiguo espacio, igual que Arturo o Gil. Érika, Pedro, Isabel y yo mismo dejaríamos de golpear nuestros teclados, que el siguiente eco de nuestros textos sería en otras habitaciones. Se acabaría en breves la campana que anunciaba las comidas y el mimo de cada persona que movía lo invisible para nuestra comodidad. En cierto modo, se terminaba así el guiso que nos alimentaba.
Todos previmos las lágrimas por mucho que se vistiera de celebración la despedida. Nos dedicamos las palabras más bonitas que conocíamos y algún gesto por encima del lenguaje. Luego, cerramos las cajas y preparamos los recuerdos. En cada cuarto se guarda un diario para que un residente hable al siguiente y legue su experiencia. Esta es en parte la mía, la otra queda callada entre mis confidentes y los muros. En el diario, cerré así: “Y si muero, y si falto, estuve, fui. Pertenecí a lo extraordinario”. Debo recordarlo ahora en el retorno, pero cómo, si en la habitación 20 aprendí lo ligero que es vivir con la nada sobre los hombros.