Opinión

Baiona-Mondoñedo con paradas

La vida, incluso la vida ociosa, no puede consistir únicamente en pasear, charlar, comer y beber.
Sin nombre

PERO DEDICAR un fin de semana de vez en cuando precisamente a eso, a pasear, charlar, comer y beber, es muy buena idea. Y, si, de vez en cuando también, es con amigos, aún mejor. Y eso hemos hecho.


Somos unos privilegiados y lo sabemos. Lo sabíamos ya, porque no somos tontos, pero hay momentos puntuales en los que salta más a la vista. Y a menudo es alrededor de una mesa. En concreto, estos días ha habido cuatro comidas que han marcado el tono del puente: en Marín, Bueu, Baiona y, en la esquina opuesta, Mondoñedo.


Volvimos al Wunderbar, el Alemán de Marín: después de la cena para dos de hace un par de semanas, teníamos una celebración pendiente con unos de nuestros grandes amigos. Creo que no los decepcionó, ni el sitio, ni el trato, ni el ratatouille, ni el vino alentejano, ni el oporto ni el apfelstrudel. Ni el momento real decepcionó mis expectativas, a pesar de que habían tenido mucho tiempo para ir creciendo y estaban altísimas. Es un logro como otro cualquiera, o mayor, una meta alcanzada: conseguir estar allí, como había imaginado, aquella noche, compartiendo una parcela de mi cotidianeidad con quien quiero.

Veinticuatro horas más tarde y una ría y media más al sur, nos permitimos una comida en Baiona, en un entorno, para bien y para mal, exclusivo


A la mañana siguiente fuimos a una playa preciosa con nombre de ex capital africana, entrando en la ría de Aldán, con Onza y Ons enfrente. Era mi primer día, un 23 de julio; casi igualo mi récord de hace un par de años. El agua estaba fría, pero no congelada, y me bañé durante media hora, disfrutándolo mucho. Y estuvimos bien, hasta que los dueños del chiringuito decidieron que todos los de la playa queríamos escuchar música, y que además compartíamos sus pésimos gustos. No tengo claro si hacerlo provocaría situaciones feas innecesarias o directamente sería un exceso regulatorio, pero a menudo me pregunto por qué no se prohíbe la música en exteriores, salvo autorización expresa. Si comparo las veces que la agradezco con las que me sobra, no tengo dudas de que a mí me compensaría.


Comimos en Bueu, una comida probablemente perfecta. El menú consistió en almejas a la sartén, chinchos —jurelos, para mí—, arroz con rape y berberechos, y un pulpo en caldeirada que hacía saltar las lágrimas. Y el pan era buenísimo. El sitio era O Chouzo. Bendito sea. Salimos felices. Aunque, como era de esperar, después nuestro cuerpo reaccionó como el del oso pardo tras hincharse durante semanas de salmones: solo buscábamos una cueva donde dormir.
Veinticuatro horas más tarde y una ría y media más al sur, nos permitimos una comida en Baiona, en un entorno, para bien y para mal, exclusivo. Era inevitable mirar y comparar, pero era preciso y justo no sacar conclusiones precipitadas. No seré yo quien niegue méritos o dude de la capacidad de trabajo o la valía de alguien dejándome llevar por los prejuicios, pero una cosa sí había que admitir: allí había gente cuya casilla de salida, no es que fuese distinta a la nuestra, no es que estuviese más adelantada: es que en nuestro tablero ni aparece. Y ya no digamos en el de otros.


En cualquier caso, fue un momento magnífico, para recordar siempre. Luego rodeamos el Parador, que por momentos me recordaba a Minas Tirith y, por momentos, a Rivendel. Y aún hubo más paseos, esta vez por Pontevedra, tan bonita, tan llena de vida y de gente en las calles; para bien y para mal también. Casi todo tiene su reverso, y el del éxito turístico es evidente, como habíamos comprobado dos días antes en otro pueblo de la ría, donde el auge hostelero, lógico y comprensible como es, ha hecho lo que suele: acabar con el encanto que una vez hubo. Tal vez volviendo en invierno, cuando los hórreos estén mojados por la lluvia…

Somos unos privilegiados, y lo sabemos. No nos sobran demasiadas cosas


Finalmente, emprendimos el regreso al norte, pero esta vez a Lugo, de las cuatro provincias, para mí la más bonita, con parada en la villa que, por razones literarias obvias, ocupa un lugar especial en el imaginario familiar: Mondoñedo. Fuimos a la plaza de la catedral, rendimos pleitesía a don Álvaro, vimos su casa natal, la fuente y el seminario; y, una vez satisfechas las ansias de cultura elevada, atendimos la llamada de esa otra más pegada al terreno, que en mi caso se materializó en unos huevos fritos con patatas y chorizo. No lloré, aquí también, porque no quise.


Somos unos privilegiados, y lo sabemos. No nos sobran demasiadas cosas, y nos es fácil enumerar muchas que nos gustarían, pero sabemos que tenemos las importantes. Y, además, de vez en cuando comemos con amigos. Lo mínimo que podemos hacer es darnos cuenta, ser conscientes de nuestra fortuna, no darla por sentada. Y recordar bien cada uno de los momentos que van haciendo la vida mejor.

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